lunes, 26 de febrero de 2018

El boro y la acidificación de los océanos

Desde que Charles D. Keeling, a mediados de los cincuenta, proporcionó un método para medir la concentración de CO2 en el aire, la misma se ha estado midiendo ininterrumpidamente en muchos lugares pero, el que sirve como referencia, es el observatorio de Mauna Loa en Hawai, donde en 1958 el propio Keeling inició este tipo de medidas de forma sistemática. La gráfica que podéis ver aquí ilustra la totalidad de los resultados mes a mes y nadie puede poner en duda el crecimiento sostenido de la concentración de CO2, inusual desde hace mucho tiempo. Las estimaciones llevadas a cabo a partir de testigos de hielo tomados en la Antártica, muestran que, desde hace al menos 800.000 años, la concentración de CO2 se ha mantenido estable en torno a unas 280 ppm. El inicio del crecimiento, hasta los niveles actuales (408 ppm a mediados de este febrero), coincide, más o menos, con el inicio de la etapa claramente industrial de la Humanidad y la puesta en la atmósfera de cantidades importantes de CO2 derivadas de la quema de combustibles fósiles y de procesos de deforestación.

Derivado del incremento en la concentración de ese gas antropogénico, existe una creciente preocupación sobre las consecuencias que ello pueda tener en una sutil variable del estado de los océanos: el pH del mismo. En los últimos años, se ha acumulado una creciente información sobre un tema que suele denominarse acidificación de los océanos, entendiendo por tal la disminución del pH de los mismos hacia valores más ácidos. En realidad, el pH del mar ha sido y sigue siendo básico o alcalino, con valores, según los sitios, que se sitúan entre 7.8 y 8.4 (un pH es ácido solo por debajo de 7), pero la creciente concentración del CO2 en la atmósfera parece conducir a que sus valores vayan decreciendo progresivamente a medida que aquella vaya aumentando.

La Química Física de este efecto puede, en principio, plantearse en términos relativamente sencillos gracias a la ley de Henry, que regula la solubilidad de los gases en cualquier masa de líquido (en este caso, agua). Esa ley establece que la concentración de un gas en el agua de los océanos, lagos y ríos es directamente proporcional a la presión que ese gas ejecuta sobre la superficie líquida. En el caso que nos ocupa, cuanto más CO2 se acumule en la atmósfera, más presión hará sobre las superficies acuosas y más cantidad de él se solubilizará en ellas. Lo cosa no es, en realidad, tan sencilla y, por ejemplo, a una determinada cantidad de gas en la atmósfera, su solubilidad en el agua depende también de cosas como la temperatura o la salinidad, dos variables que pueden cambiar de forma apreciable dependiendo de la localización de las aguas cuyo pH estemos midiendo. Y todo lo que acabamos de decir se aplica a las aguas superficiales. Lo que ocurre a grandes profundidades es más difícil de explicar.

Ese COdisuelto provoca una serie de equilibrios que afectan al pH y a las concentraciones de los iones carbonato y bicarbonato existentes en el agua de mar, algo sobre lo que no profundizaré mucho para que no me abandonen ya mismo los que dicen que a veces escribo cosas muy "técnicas". Lo que importa es que si se disuelve más CO2 en el agua de mar porque en el aire hay más cantidad de ese gas, el pH se va a valores más ácidos y la cantidad de carbonato disuelto disminuye. La bajada en la concentración de carbonato disuelto desencadenaría una disolución de los diferentes tipos de carbonato existentes en forma sólida en el mar y, en particular, del carbonato cálcico con el que muchos seres vivos (moluscos, corales) elaboran sus esqueletos o conchas. Se han realizado experimentos de colocar pterópodos, un tipo de zooplacton, en aguas con pH más ácidos y concentraciones más bajas de carbonatos y se ha observado que, en cuestión de poco tiempo, su esqueleto empieza a disolverse.

Por el momento, a los niveles actuales de pH, el agua de mar contiene suficiente carbonato disuelto, pero existen estimaciones que indican que, a partir de una concentración de CO2 algo superior a los 500 ppm, estaríamos en el llamado límite de solubilidad del carbonato y, a partir de ahí, el existente en los corales y las conchas de los moluscos empezaría a disolverse. En esa situación, el pH debería situarse en un valor en torno a 7.80 si este planteamiento, relativamente simplificado, se cumpliera.

Una primera consecuencia que se desprende de estas preocupaciones es medir el pH de los océanos de forma fiable y continua. El pH se ha estado midiendo desde principios del siglo XX, cuando aparecieron los llamados electrodos de vidrio pero, por una serie de razones que sería difícil de explicar para los profanos en estas cosas, la National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) americana, desconfía de la precisión de esos datos y ha recomendado el uso alternativo de métodos espectrofotométricos (de reciente introducción), que han sido adoptados por diferentes grupos internacionales dedicados al seguimiento de esa magnitud. Eso es lo que se está haciendo en la Estación Aloha de la Universidad de Hawai donde, desde fechas recientes (1989), se están midiendo los valores del pH del mar de una forma sistemática, tal y como se hace en Mauna Loa con el CO2. Solo un poco más antiguos (1983) y concordantes con los anteriores son los datos tomados en Bermudas y contenidos en las Bermuda Atlantic Time Series (BATS).

Sin embargo, estas series temporales de datos de pH (Aloha y BATS) se extienden en un intervalo todavía demasiado corto como para saber si son representativas de las variaciones de pH que se dieron en el pasado, por lo que, por el momento, no permiten extraer conclusiones relativamente fiables sobre el comportamiento futuro o el verdadero impacto que cambios de pH hayan podido tener en el pasado en la vida marina. Para tratar de echar esa vista atrás, y como ya expliqué en una entrada anterior, puede recurrirse a la llamada Paleoclimatología, que adopta métodos para deducir valores de ciertas variables climáticas de las que se carece de datos experimentales en el pasado, ya sea próximo o remoto. Se recurre así a medidas indirectas, los llamados indicadores paleoclimáticos (o proxies en terminología inglesa). Este tipo de medidas son fundamentales a la hora de una validación previa de los modelos climáticos que pretendan predecir escenarios futuros a los que podamos enfrentarnos.

En el caso del pH, el indicador empleado es la concentración, en esqueletos y conchas de ciertas especies marinas, de uno de los isótopos del boro, el boro-11. El método descansa en el hecho de que los organismos que generan sus esqueletos en el mar incorporan, además del carbonato cálcico arriba mencionado, pequeñas cantidades de boratos, en los que la composición de los distintos isótopos de boro depende del pH del medio en el que está viviendo ese ser vivo. Diferentes calibrados entre composiciones en boro-11 y el pH han demostrado la utilidad del método. En particular, ciertos estudios que detallaremos a continuación y que han sido realizados con los corales de la especie Porita, han mostrado una excelente correlación entre ambas variables. El método permite así determinar el pH del océano en épocas tan pretéritas como 10 o 20 millones de años atrás, con precisiones del orden de 0.03 unidades de pH.

La técnica se empezó a utilizar a principios de este siglo [P.N. Pearson and M.R. Palmer, Nature 406, 695 (2000); M.R. Palmer and P.N. Pearson, Science 300, 480 (2003)] y, desde entonces, se han ido acumulando diversas evidencias. Entre los artículos pioneros, es particularmente relevante para esta discusión el que contiene las medidas realizadas por Pelejero y otros [Science 309, 2204 (2005)] sobre corales del Arrecife Flinders en el Mar de Coral, frente a la costa nororiental de Australia y que abarca el periodo entre los años 1700 y 1982. Esos paleodatos de pH muestran una periodicidad multidécada muy similar a la que muestran los datos de medidas de pH con electrodos de vidrio que se guardan en los archivos de la NOAA. Además, los mínimos alcanzados a lo largo del intervalo estudiando por Pelejero y otros están, por ahora, lejos de los niveles actuales y no parece haber una clara relación entre la evolución del CO2 a lo largo de esos 300 años y la propia evolución del pH.

Además de las habituales oscilaciones del clima a escala diaria o estacional, este tipo de ciclos a más largo plazo se han observado en otros comportamientos climáticos. Los más conocidos, relacionados con los océanos, incluyen fenómenos como El Niño (ENSO), la Oscilación Atlántica Multidécada (AMO) y la Oscilación decenal del Pacífico (PDO). De ellas, la PDO no solo tiene una interesante correspondencia con los períodos de más o menos treinta años que parecen observarse en la evolución del pH, sino que también parece tener que ver con el clima en el Suroeste de EEUU y otras partes del mundo, incluyendo prácticamente todo el hemisferio Norte y parte del Sur.

El mismo Pelejero y otros así lo reconocieron en otro artículo posterior [Trends in Ecology and Evolution 25, 332 (2010)] en el que, aun reconociendo además las importantes variaciones que se dan en el pH de los arrecifes, enfatizaban la rapidez y consiguiente peligrosidad de los cambios que pueden producirse en el futuro, aunque esa aseveración solo se basa en simulaciones. Por el momento, las medidas de la Estación Aloha muestran un descenso que va desde 8,11 en 1998 a 8,06 a finales de 2015 (último data disponible en la red), es decir un descenso por década de algo más de -0.02 unidades, sustancialmente inferior a las velocidades por década que se observan en varios episodios de la reconstrucción de Pelejero y colaboradores. Similares resultados se han encontrado en la Gran Barrera de Arrecifes por Wei y colab. y publicados en 2009 [Geochim. and Cosmochim. Acta 73, 2332 (2009)] y, más recientemente, en el este de la isla de Hainan en China [ J. Geophys. Res. Oceans 120, 7166 (2015)].

Sin embargo, estas reconstrucciones del pH de los océanos a base de indicadores climáticos no ha sido recogida en los sucesivos informes del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC) y, particularmente, en el último (AR5, 2013), cuando ya existían evidencias sobradas de la fiabilidad de la técnica basada en isótopos de boro-11.Y cuando, en otros temas, como en el de las temperaturas a nivel global, se ha dado mucha importancia a las reconstrucciones paleoclimáticas. Y así, un ejemplo clásico de indicador paleoclimático empleado en la reconstrucción de las temperaturas del pasado, se basa en medir el grosor de los anillos que anualmente se han generado en troncos de árboles centenarios.

Pues bien, el citado AR5 solo dedica dos páginas (en el Working Group I: The Physical Science Basis, Chapter 3: Observations) al apartado de la Acidificación antropogénica de los océanos, donde únicamente se hace mención a las medidas de pH de las estaciones Aloha y BATS antes mencionadas. Con esos datos, el Working Group II (Impact, Adaptation and Vulnerability. Chapter 30: The Ocean) dedica tres páginas, con poco texto y abundantes gráficas, a predicciones en las que, como es de esperar pues los modelos están validados en el comportamiento reciente del pH en las estaciones Aloha y BATS, el pH seguiría cayendo de forma monótona hasta 2100.

Habrá que esperar al próximo informe del IPCC, AR6, para ver qué ocurre. El asunto está abierto a aportaciones y discusión entre los diferentes Grupos de trabajo hasta mayo de este año y el informe final está previsto para octubre. Y si no se hace referencia a estos indicadores climáticos del pH tampoco pasa nada. Como dice un amigo mío, hay Ciencia sobre el clima fuera de los informes del IPCC.

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jueves, 22 de febrero de 2018

Homeopatía a bajas diluciones

A finales de enero del pasado año 2017 la agencia gubernamental americana que controla los asuntos de seguridad en lo relativo a alimentos y fármacos (conocida bajo las siglas FDA), alertaba sobre la presencia de elevados niveles de belladona (una de las plantas más tóxicas del Hemisferio Norte) en un producto homeopático comercializado por la empresa Hyland's, destinado a paliar las molestias de los tiernos infantes cuando les están saliendo los primeros dientes. Como podéis comprobar en este enlace a la propia empresa, el producto ya no se comercializa en USA pero, ya que estamos en esa página, vamos a ver algunos interesantes puntos relativos a la composición de ese preparado, considerados en términos de la ortodoxia homeopática.

El producto contiene cuatro preparados de homeopatía: Calcarea fosforica 12X (una sal, el fosfato cálcico), Chamomilla 6X (manzanilla), Coffea Cruda 6X (café) y Belladonna 6X, a partir de las bayas de esa planta donde se contienen unos potentes alcaloides, origen de la alerta de la FDA y que la empresa deja claro en su página que están en una concentración al 0,0000003%. Los términos 12X o 6X hacen referencia a que esos remedios se han preparado por el clásico método de las diluciones sucesivas con agitación entre cada una de ellas, siendo la X el número romano indicativo de que las diluciones realizadas son decimales (en otros preparados en lugar de X se pone una D). Ello implica que, partiendo de una tintura madre, por ejemplo una infusión de manzanilla en agua y alcohol, se toma una gota de ella y se diluye con 9 partes de la mezcla agua y alcohol. Se agita y se va repitiendo el proceso. Así que la Chamomilla 6X es el resultado de haber repetido ese proceso seis veces o, lo que es igual, la concentración de la 6X es la millonésima parte de la concentración de la Tintura Madre o infusión original.

Como casi todo el mundo sabe, otra alternativa de preparación son las diluciones centesimales donde, en cada proceso, una gota de la tintura madre (o de la dilución precedente) se diluye con 99 partes del disolvente. Y así, un remedio 30C preparado de esa manera y muy habitual en homeopatía, quiere decir que el proceso de dilución sucesiva y agitación se ha realizado treinta veces. El método, propuesto a principios del XIX por Hahnemann, el padre de la homeopatía, llegaba hasta diluciones mucho más altas (por ejemplo, 200C no es inusual) porque, según él, esas altas diluciones aseguraban (como es lógico) la inocuidad del preparado pero, sorprendentemente y no tan intuitivo como lo anterior, conseguían al mismo tiempo que el preparado fuera tanto más eficaz en su labor terapéutica cuanto más diluido estaba.

El problema con esta ultima pretensión es que, en algún momento del siglo XX, tropezó con un obstáculo importante, el llamado Número de Avogadro, un concepto que se explica (generalmente mal) a los estudiantes de Química ya en el Bachillerato y que implica lo que el Dr. Paolo Bellavite, un Profesor de Patología General en la Facultad de Medicina de la Universidad de Verona y firme partidario de la homeopatía, muestra en un trabajo publicado en 2014 [Homeopathy 103, 4-21 (2014)], donde escribe: "Los efectos de las altas diluciones nos llevan fuera del reino de la farmacología clásica, para enfrentarnos a fenómenos que pueden parecer inexplicables. Merced a las teorías de Amedeo Avogadro, publicadas originalmente en 1811,.....y verificadas experimentalmente en 1909,.....un simple cálculo muestra que, a diluciones más altas que la 24 decimal o la 12 centesimal, será cada vez más difícil encontrar una sola molécula o átomo de la sustancia original".

Así que ante esa constancia, que fue cada vez más evidente a medida que transcurría el siglo XX, hay que buscar alternativas. Una de ellas es creer a Hahnemann y pensar que el secreto está en la vigorosa agitación tras cada dilución, que infunde a las diluciones una energía o fuerza vital, que dota al preparado de unas propiedades que le sacan de la Ciencia clásica. En años más recientes, los homeópatas parecen ir abandonando el concepto fuerza vital, en beneficio de cosas más sofisticadas, como los llamados Dominios Cuánticos Coherentes, la explicación más reciente de la famosa memoria del agua. Pero, de eso, hoy no toca hablar.

La otra alternativa sería olvidarse de las enseñanzas de Hahnemann y diluir menos, quedándose dentro del límite del número de Avogadro, y pensar que con concentraciones de ese tipo siempre restará algo del producto de la tintura madre, al que poder atribuir los posibles efectos beneficiosos del preparado. El problema, como ilustra el caso de la Belladonna 6X en el preparado para los dientes de los niños denunciado por la FDA, es que muchas sustancias usadas por la homeopatía contienen, en sus tinturas madre, sustancias tóxicas (alcaloides, mercurio, venenos naturales como la apitoxina de las abejas,...) y si no las diluimos mucho puede que nos quedemos en un intervalo peligroso de su concentración.

Cuando recibí ese aviso de la FDA, recordé una entrada que había leído previamente en un Blog llamado Bebés y Mas, entrada firmada por Armando Bastida, en la que se mostraban una serie de preparados que uno puede comprar en las farmacias españolas, preparados que llevan, casi al límite, lo de hacer pocas diluciones. Me voy a fijar en un producto comercializado por DHU Ibérica como Munostim, definido como medicamento homeopático y vendido en forma de gránulos "para estimular el sistema inmunitario de niños a partir del año de vida". En su web podéis ver su composición, a base de cuatro plantas o derivados de las mismas: Echinacea angustifolia TM (Equinacea en castellano), Thuja D2 (Tuya), Propolis D3 (o Propóleo) y Eleutherococcus D1 (Eleuterococo o ginseng siberiano). Los términos D1, D2 y D3 se refieren a diluciones decimales llevadas a cabo una, dos o tres veces a partir de sus tinturas madres respectivas, es decir, son disoluciones poco diluidas (bajas diluciones). El térmico TM que acompaña a la Equinacea se refiere a que se ha utilizado directamente la propia Tintura Madre.

Este no es un caso aislado. Muy conocido es también el preparado denominado Stodal, comercializado por Boiron, un jarabe contra la tos que contiene hasta diez diluciones homeopáticas. Una de ellas se emplea como tintura madre y las nueve restantes son diluciones homeopáticas relativamente poco diluidas aunque, en este caso, son centesimales (cuatro de ellas 6C y las cinco restantes 3C).

Dando por sentada la posible toxicidad de las preparaciones a estos bajos niveles de dilución y que viene condicionada por la toxicidad inherente de los productos de partida, estos remedios plantean otras cuestiones muy interesantes desde el punto de vista de la filosofía homeopática. Cabe, por ejemplo, preguntarse si estos preparados entrarían más en el ámbito de la fitoterapia (sobre todo las Tinturas madres) que de la homeopatía. Por otro lado, debemos recordar que Hahnemann era partidario de usar remedios de un único componente para cada problema de un paciente. Y eso sigue vigente entre los practicantes más puros de la homeopatía (los llamados unicistas), que ven en productos como los anteriores, con varios principios activos, una traición a los fundamentos de su práctica. Además, en su día a día, se encuentran con el problema de que, en el mercado, no pueden adquirirse más que los productos que se venden bien (en el caso de Boiron, los Oscillococcinum, Sedatif o el propio Stodal y unos pocos más) y no otros muchos descritos en la farmacopea homeopática y que ellos quieren usar con sus clientes. Su cabreo contra Boiron, a la que acusan de ser el McDonal's de la homeopatía, puede verse en este interesante artículo de la revista Lyon Capital (lo de Lyon no es casual porque, no en vano, es la sede de Boiron).

La alternativa (los pluralistas), dicen que promocionados por empresas como Boiron, abogan por tener varios principios activos en un mismo preparado. En el fondo, es una estrategia comercial ya que, de esa manera, las empresas dejan de fabricar otros preparados que se venden raramente y que, sin embargo, tienen que pagar por mantenerse en el registro de medicamentos de cada país. Un problema que no tienen en España, donde no hay ni un solo preparado homeopático registrado en la web CIMA de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), en parte por esos mismos argumentos económicos y en parte porque el Ministerio español competente anda mirando para otro lado desde hace casi 25 años. Y ello a pesar de tener normativas, como el Real Decreto 1345/2007, que abren una puerta de privilegio (la llamada vía simplificada) para el registro de los preparados de homeopatía. Y que no es otra que la de poderse registrar sin demostrar eficacia terapéutica alguna, cosa que no se aplica a los medicamentos convencionales que uno encuentra en la farmacia, que tiene que ir a través de una vía mucho más complicada, en la que se les exige, entre otras cosas, la necesidad de demostrar la eficacia de sus medicamentos para una dolencia concreta. Pero ese es un hilo que podéis seguir en el documentado Blog de Fernando Frías, un abogado que lo sabe todo sobre la legislación de estos productos.

En cualquier caso, remedios como el Munostim arriba indicado (que no aparece en la web CIMA) no podrían registrarse por la exclusiva vía simplificada. El artículo 56 apartado c) del Decreto 1345/2007 establece entre las condiciones para que un preparado homeopático se acoja a esa vía "Que su grado de dilución garantice la inocuidad del medicamento, en particular, el preparado no deberá contener más de una parte por 10.000 de tintura madre...". Y eso es una dilución D4 como mínimo. Así que las diluciones de los componentes del Munostim, que son TM, D1, D2 y D3, no entran en esas condiciones.

Pero, mientras se arreglan estas minucias legales, se sigue vendiendo en farmacias y parafarmacias.

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domingo, 11 de febrero de 2018

Química para mujeres (del siglo XIX)

Hay pocas cosas sobre Química que se escapen al ojo siempre vigilante de César Tomé en el Cuaderno de Cultura Científica, una de las muchas actividades de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU. Así que era casi imposible que se le escapara la vida de Ellen Henrietta Swallod Richards. En un artículo publicado en agosto de 2013, César reivindica la figura de Ellen Richards, una de las dos mujeres que apareció en el listado de las 150 personas que más habían contribuido al buen nombre del Massachusetts Institute of Technology (MIT). En esa lista se le presentaba como experta en nutrición y como la primera mujer admitida en el MIT. Dice César que nunca una descripción, siendo cierta, fue tan injusta con una persona. Y nos cuenta su historia que podéis leer en detalle aquí. Un año más tarde, una entrada en otra de las revistas digitales de la Cátedra, Mujeres con Ciencia que dirige Marta Macho, publicaba un artículo de Laura Garcia en el que conceptuaba a nuestra protagonista como pionera de la ingeniería ambiental.

Uno de los párrafos del artículo de César está en el origen de esta entrada: "Ellen descubrió que la mejor forma de conseguir que las mujeres tuviesen acceso a la educación científica era hacer parecer que no estudiaban Ciencia. Por ello fue una gran impulsora de los cursos de Economía Doméstica, algo que hoy nos puede parecer machista y trasnochado, pero que a finales del siglo XIX permitía enseñar matemáticas, contabilidad, química, física o biología a mujeres que, de otra forma, no tendrían acceso a esos conocimientos." Y nos revela una serie de libros de texto que Ellen escribió para complementar sus Cursos. Como el que se muestra en la foto que ilustra esta portada (podéis ampliarla clicando en ella), un libro fechado en 1882 y que os podéis descargar aquí en formato pdf.

El caso es que el título no me llamó la atención en su momento o quizás se quedó dormido en algún recóndito sitio de mi memoria. Y ahora que necesito buscar material que relacione Ciencia y Cocina para una charla que debo impartir, una nota marginal en otro libro que ando leyendo me ha vuelto a poner en la pista del arriba mencionado. Se trata de un pequeño opúsculo, poco más de 90 páginas, con tres partes bien diferenciadas: una introducción a la Química de la época, una sección destinada a la alimentación y la cocina y, finalmente, otra dedicada a la Química de los productos de limpieza.

Hay multitud de interesantes detalles en el libro. Por ejemplo, en el prefacio ya se deja claro que la Química estaba siendo manipulada en la época por ciertos vendedores de productos con ella relacionados, usando nombres y formulaciones que engañaban a las amas de casa. A las que se avisa de que ya es tiempo de hacerse con ciertas dosis de conocimiento al respecto, lo que sin duda redundará en su confort y economía. Ellen les anima a ello porque ""esas misteriosas sustancias químicas no son ni tantas ni tan complicadas y con un poco de estudio se puede comprender cómo actúan en los ámbitos del libro"".

Tras una pequeña introducción a la Química en la que queda claro que, en esa época, se contabilizaban "unos setenta elementos de los que están hechas todas las sustancias que conocemos" y que "solo hay unos diez o doce de esos elementos que entran en la composición de lo que usamos en la cocina", Ellen Richards hace una descriptiva de la composición química de los alimentos más usuales (los que contienen azúcar, almidón o grasas), cuantifica su importancia en la génesis de la energía que nuestro cuerpo necesita, explicando los procesos de "combustión lenta u oxidación" y la necesidad del oxígeno del aire para ello. Tomando como referencia los cambios que se producen en la fermentación de la cerveza, explica de manera divulgativa los cambios que ocurren en nuestro organismo para que este obtenga glucosa a partir del omnipresente almidón de muchos alimentos y, a partir de ahí, con ayuda del "aire fresco" que respiramos, generar la energía que necesitamos.

Dentro de los alimentos que nos suministran almidón, hay unos extensos párrafos sobre la Química del pan y los diversos agentes (biológicos y químicos) así como las condiciones necesarias para conseguir un pan esponjoso y saludable. Las grasas no le llevan muchas páginas, aunque a un polimérico como yo le resulta entrañable comprobar que, para nuestra autora, almidón y algunas grasas tengan composiciones muy parecidas en términos de las proporciones entre carbono, hidrógeno u oxígeno, aunque se le escapa, como no podía ser de otra manera en la época, que el almidón son largas cadenas y las grasas no. Es interesante su análisis comparativo de la cantidad de energía por unidad de masa que se obtiene con uno y otro tipo de alimento, concluyendo que "la gente que vive en las regiones del Ártico necesita grasa".

El conocimiento de esos procesos, desde un punto de vista químico, ligados a azúcares y almidones por un lado y grasas por otro y la energía que conllevan, ya permitía elaborar en la época menús ajustados a las necesidades de las personas, como los utilizados "en las raciones de los soldados o para su uso en prisiones". Pero, "para una apropiada asimilación del alimento y su completo efecto en el organismo, la comida debe ser agradable. Debe saborearse. Suministrar los alimentos necesarios no es suficiente. La persona necesita más. Debe encontrar su comida agradable al paladar. Hervir o asar los alimentos son operaciones ... que se han desarrollado al compás del avance de la civilización".

Pero un ama de casa inteligente y previsora debe controlar que su marido y sus vástagos no están comiendo en demasía. Si los ve un poco "atascados", lo mejor es "mandarlos a hacer ejercicio al aire libre" para que el oxígeno acabe consumiendo el exceso y proporcionando CO2 y agua. Y tomar medidas para reducir la cantidad de comida que les estaba dando (economía, otra vez). Y beber suficiente agua.

Hay otro apartado destinado a la "comida nitrogenada" o, lo que es lo mismo en nuestro actual lenguaje, a las proteínas, necesarias porque "los músculos son los instrumentos del movimiento y deben crecer y ser alimentados para que tengan su poder". Es curioso que al mencionar las fuentes de esa comida nitrogenada (albúmina, claras de huevo, carne, algunas legumbres, el gluten del trigo) no aparezca una sola mención al pescado.

La parte final del libro está dedicada a los productos de limpieza, empezando con una descripción extensa en torno al jabón. Para Ellen Richards, el consumo de jabón es un indicativo de lo saludable y civilizada que es la vida de una determinada población. En ese capítulo se describe la obtención del jabón, tanto a partir de determinadas plantas (saponinas) como a partir de "ácidos grasos y bases alcalinas". Se describe también su acción emulsificante "sobre las materias grasas a las que se adhieren la suciedad y el polvo....y el mecanismo para eliminarlos que, en muchos casos, es simplemente debida al arrastre por agua". Y advierte al ama de casa que no se fíe de las proclamas de los fabricantes de que su jabón es mejor que el de la competencia porque "dentro de ciertos límites, el tipo de ácido graso no importa mucho...y lo mismo pasa con la cantidad y calidad del álcali". Y que no crea a los que le dicen "que su jabón es el más eficiente del mundo porque se basa en un nuevo producto que acaba de ser descubierto". ¿Os suena?.

Las manchas de todo tipo sobre nuestra vestimenta y otros objetos tiene también jugosos apartados. Yo que he conocido en mi pueblo un lavadero público, al que las mujeres acudían a hacer la colada, recuerdo también el uso del añil, un truco que se usaba para enmascarar el progresivo amarilleamiento de los tejidos blancos, contra el que también se luchaba tendiendo las sábanas u otras prendas blancas al sol. En la época de Ellen Richards ya se había sustituido el inmemorial añil natural en polvo proveniente de la planta Indigo tinctoria por el añil líquido o azul de Prusia, un compuesto que contiene ferricianuro férrico, sobre el que la autora advierte que si no se usa adecuadamente puede ser peor el remedio que la enfermedad, al depositar sobre el tejido manchas de hierro que luego son difíciles de eliminar. Y da las instrucciones pertinentes para un buen enjuage de los tejidos antes de la aplicación del añil "químico".

Luego hay multitud de trucos para quitar manchas con  amoniaco o ácido oxálico, con disolventes como el alcohol, el éter, el benceno o la trementina; trucos para limpiar la plata, las porcelanas, eliminar las manchas de tinta negra (que parece que eran un problema relevante en la época). Todo un arsenal que las jóvenes amas de casa americanas debía aprender a manejar "usando la Química y la Física en su vida diaria, para poder así dar respuesta adecuada a las preguntas que les hagan las fámulas que les ayudan en casa". Lo que ya da una idea del nivel de las que iban a las clases de Ellen Richards. Pero estamos a finales del XIX y en el entorno del MIT.

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