miércoles, 26 de abril de 2017

Orugas que comen polietileno

A principios del pasado diciembre, os hablaba de ciertas larvas capaces de devorar poliestireno expandido, esa especie de corcho blanco y ligero que se usa en muchos envases para proteger el contenido de los mismos. Ahora y gracias a dos amigos y lectores del Blog, tengo material muy reciente (de ayer y anteayer) para poder contar otra historia sobre orugas que comen polietileno, el material que, entre otras cosas, se emplea para fabricar las bolsas de basura que aparecen a la izquierda y que están siendo objeto de una persecución que, en mi opinión, es un tanto desmesurada. Sobre ello ya hablé hace tiempo (2008) aquí y, por el momento, no veo muchas razones para retractarme de lo entonces escrito.

Federica Bertocchini es una investigadora de un Instituto de Investigación del CSIC radicado en Cantabria. Es una apicultora aficionada y de su pasión por la apicultura extrajo una idea que ha dado lugar a los resultados que voy a comentar, publicados el pasado lunes en una revista científica [Current Biology 27, R283, (2017)]. Las orugas de la polilla de la cera son un problema para apicultores como Federica porque, literalmente, atacan las colmenas para comerse la cera de las mismas (uno más de los muchos problemas de las pobres abejas). El caso es que un día andaba limpiando de orugas sus colmenas, metiéndolas en bolsas de plástico para deshacerse de ellas, y comprobó que se le escapaban de las mismas tras comerse el polietileno y llenarlas de agujeros.

Así que se puso manos a la obra con gentes de la Universidad de Cambridge y, en el trabajo antes mencionado, ella y dos colegas ingleses vienen a demostrar que, efectivamente, cien orugas mastican y digieren el polietileno a un ritmo de 92 miligramos por cada 12 horas. El trabajo explica el posible comportamiento de las orugas ante el polietileno sobre la base de que la cera y este plástico son muy parecidos en términos de estructura química: cadenas medianamente largas de grupos -CH2- en el caso de las ceras y cadenas mucho más largas de las mismas unidades en el caso del polietileno. Aunque, como dice mi amigo Sebastián (que de esto sabe un rato), en el segundo de los comentarios abajo, la cosa puede ser diferente dependiendo del tamaño de la cadena. En cualquier caso, parece que en ambas situaciones, las orugas parecen disponer de algún mecanismo por el que son capaces de romper los enlaces entre esos grupos y digerir uno y otro producto. No tienen claro los autores, sin embargo, si el tracto intestinal de las orugas contiene bacterias capaces de actuar contra el polietileno y/o si existen enzimas específicas que facilitan esa digestión. En una entrevista que he visto en YouTube, Federica dice que ese va a ser el siguiente paso en su investigación.

Como en esto de las noticias atractivas el que no corre vuela, hoy mismo, Philip Ball, un conocido divulgador científico británico se hacía eco en The Guardian sobre la publicación del trabajo arriba mencionado y ponía en contexto los fríos datos del mismo. Al ritmo de los miligramos consumidos por 100 orugas, la cantidad de ellas que necesitaríamos para librarnos de la ingente cantidad de residuos de polietileno sería también desmesurada y podríamos provocar un importante problema ambiental. Sería muy difícil controlar las orugas en espacios estrictamente cerrados y las abejas iban a sufrir las consecuencias. Como ejemplo de los males de este tipo de arma biológica, Ball recuerda los devastadores efectos en Australia del llamado sapo de caña que se introdujo para controlar algunas plagas en cosechas y ahora se ha convertido él mismo en una plaga, cargándose una parte importante de la fauna australiana.

Pero Ball no echa en saco roto los resultados del trabajo y propone como solución menos peligrosa el identificar las bacterias y enzimas responsables de la digestión (como también sugería la Bertocchini), mucho más manejables a la hora de conseguir la degradación del material. Algo que también sería posible en el caso de las larvas que comían poliestireno expandido de mi entrada de diciembre. Como allí se decía al final, sigan atentos al asunto en sus pantallas. La cosa promete.

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jueves, 20 de abril de 2017

Del parabrisas a una alfombra

La historia de los coches, con la morfología con la que hoy los conocemos, tiene menos de cien años. En los primeros artefactos que podemos llamar automóviles, las personas iban al aire libre, cual turista en calesa por Sevilla, tirada por caballos autóctonos. Sólo cuando las velocidades fueron siendo progresivamente más altas (¡angelicos!), fue necesario poner al menos un parabrisas delantero para proteger a los arriesgados automovilistas del impacto de cualquier objeto, mosquito o similar. Una posible alternativa, como habréis visto en el cine, era calzarse un casco y unas gafas. En 1910, Cadillac introdujo el habitáculo cerrado y, a partir de entonces, el uso de vidrio, tanto en la parte delantera como en la trasera o en las ventanillas, se fue imponiendo a lo largo de la segunda decena del siglo XX. Pero la historia del empleo del vidrio en el automóvil tiene un recorrido bastante más largo y, en su desarrollo, un plástico poco habitual ha jugado un papel fundamental y poco conocido.

Cuando el uso del automóvil se fue popularizando y el tráfico se fue incrementando, también lo fueron haciendo los accidentes. Y muchos de los heridos de aquella época lo eran como resultado de la rotura de las sencillas láminas de vidrio que entonces se empleaban en frontales y ventanas. Una lámina de vidrio templado de las de entonces se rompe ante cualquier impacto mediano. Y sus fragmentos son afilados cuchillos dispuestos a clavarse en los viajeros.

Se dice que un accidente de este tipo, ocurrido a un allegado de Henry Ford, fue el causante de que su ya boyante empresa comenzara a investigar la forma de evitar el problema. Hacia 1929, todos los productos de esa firma llevaban lo que ya entonces se denominó vidrio laminado, un concepto que surgió por chiripa (¡uno más!) cuando un científico francés, de nombre Edouard Benedictus, descubrió que un frasco de laboratorio, que se había caído accidentalmente al suelo, se había roto pero no se había hecho trizas. Y ello era así por contener en sus paredes interiores un depósito en forma de filme de un derivado de celulosa. Dicho filme se había depositado sobre ellas al evaporarse una disolución del mismo. El efecto en ese caso, ante un impacto, es similar a si forramos las paredes interiores de un vaso con cinta adhesiva y luego le damos un martillazo.

Con esa idea en mente, los primeros parabrisas laminados eran dos láminas de vídrio templado que formaban un sandwich en cuyo interior se albergaba un filme delgado y transparente de acetato de celulosa, un polímero semisintético que se obtiene por modificación química de las mismas fibras de celulosa que forman el papel. Pero enseguida se desecharon estos filmes porque amarilleaban muy pronto al estar expuestos de forma prologada a los rayos UV de la luz del sol. En los años treinta irrumpe el protagonista de esta historia, el polivinil butiral (PVB), un polímero obtenido a partir del poliacetato de vinilo, otro plástico muy conocido. Este nuevo invento no amarilleaba y además su índice de refracción es muy similar al del vidrio lo que hacía que no fueran visibles las superficies interiores de contacto entre el vidrio y el PVB. Por otro lado, el conjunto de las dos capas de vidrio (con el polímero en el interior) mostraba una extraordinaria resistencia a romperse y, en cualquier caso, la rotura no ocasionaba que los trozos de vidrio se convirtieran en acerados proyectiles para los pasajeros.

En años posteriores se ha avanzado bastante en los tratamientos térmicos de los vidrios para conferirles mejores propiedades mecánicas y mayor moldeabilidad para generar formas curvas. Pero en el interior de esos vidrios siempre está el invisible guardian de su integridad, confiriendo al conjunto unas prestaciones increíbles como puede verse en este vídeo.

El polivinil butiral (PVB) es un material relativamente caro por lo que, a los niveles de producción automovilística que nos encontramos, podría dar lugar a una floreciente industria de reciclado de este polímero, una vez que se eliminan las capas de vidrio que lo encierran, lo cual se hace rompiéndolas. Y así me pareció a mí cuando en 2008 escribí una primera entrada sobre este polímero. Pero han pasado muchos años y no parece que sea fácil eliminar la totalidad de los fragmentos de vidrio que se entrelazan con el plástico. Aunque he encontrado una multinacional inglesa que parece haberlo conseguido, reutilizándolo como adhesivo para una de las capas que conforman unas losetas de alfombra destinadas a todo tipo de revestimiento.

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