lunes, 20 de marzo de 2017

Ollas de alta y baja temperatura

Durante muchos años he dado un curso completo de Termodinámica a alumnos de 2º Curso de Química. Una materia compleja, donde pueden aparecer conceptos abstractos difíciles de transmitir a gentes que comienzan la veintena, como la entropía. O con algo de aparato matemático que proporciona una cierta incomodidad a un estudiante medio. Pero también con temáticas muy próximas a la vida corriente de los ciudadanos, como es el caso de los cambios de estado de una sustancia pura. O dicho para que me entiendan hasta los de Letras, lo que ocurre cuando sacamos un pedazo de hielo del congelador y lo calentamos hasta que se convierte solo en agua líquida (fusión del hielo). Y lo que posteriormente pasa si seguimos calentando hasta que ese agua líquida se pone a hervir, proporcionando vapor de agua (ebullición del agua). Fusión y ebullición son dos cambios de estado de las sustancias químicas, incluida la que llamamos agua.

Y en la explicación de estos fenómenos (y otros), si es posible, siempre he procurado meter algún ejemplo relacionado con la cocina y el bien comer o beber. Porque, no en vano, cocinar es lo más parecido a hacer Química en un laboratorio que se puede ofrecer a un estudiante al que queremos atraer a esta Ciencia central de nuestras vidas. Igual que en un laboratorio, partimos de una serie de materias primas (o "reactivos") como el agua, la sal, alimentos ricos en proteínas, grasas, o carbohidratos amén de todo un rosario de pequeñas cantidades de otras cosas como colorantes, sustancias aromáticas, picantes... Usamos procedimientos físicos parecidos a los del laboratorio como calentar, agitar, extraer, filtrar, triturar.... Controlamos el tiempo de "reacción" y, dentro de ciertos límites, controlamos variables como la temperatura o la presión, de las que hablaremos en esta entrada. Finalmente, obtenemos unos productos de "reacción" (lo que nos vamos a comer) que son sustancialmente diferentes a los productos de partida, tanto químicamente como, y por ello, en propiedades ligadas a los sentidos implicados en el placer de comer.

Cuando un puchero cualquiera se llena de agua, se pone al fuego sin tapa y metemos un termómetro dentro del agua, observamos que la temperatura de esta va subiendo hasta alcanzar un valor singular que puede variar algo en función del agua utilizada, de la altura con respecto al nivel del mar a la que nos encontremos o de lo bien o mal calibrado que esté el termómetro. Pero, oficialmente, a una temperatura no muy lejos de los 100 ºC aquello rompe a hervir y del puchero sale vapor de agua de forma tumultuosa. Mientras quede agua en el puchero, el calor que suministra nuestro fuego se empleará, única y exclusivamente, en que más agua líquida se convierta en vapor de agua, pero el agua remanente en el puchero no cambiará de temperatura a pesar de los continuos aportes de calor que antes sirvieron para hacerle cambiar esa propiedad.

No se cuántos de los cocinillas que me leen han caído en la cuenta de que esa propiedad del agua, hervir a una temperatura constante, es la base de un eficiente control de los procesos de cocción de nuestros alimentos. Esa constancia en la temperatura, mientras el agua hierve, nos permite usar el tiempo de cocción como la única variable a controlar y dejar el puchero en el fuego durante el tiempo que la experiencia nos haya dictado como más conveniente para que unos garbanzos se vayan haciendo tranquilamente. Si la temperatura no fuera constante, la cosa sería más complicada de controlar.

El agua puede hervir a otras temperaturas más elevadas. Por ejemplo, aguas con sal añadida pueden hervir a temperaturas algo más altas pero si no queremos destrozar lo que cocinamos con demasiada sal, ello no redundará en la reducción del tiempo de cocción de los mencionados garbanzos. Si queremos acelerar el proceso por aquello de las prisas de la vida moderna, necesitamos una olla a presión como la de la foto de arriba. Ya sé que ahora hay más sofisticadas pero, cuando yo he explicado estas cosas en mis clases, siempre me ha parecido más didáctico referirme a la que yo llamo olla con pitorro. O, lo que es lo mismo, una cazuela que se cierra con una tapa bien anclada por aquello de la presión que finalmente va a soportar y que, en esa tapa, tiene un pitorro que puede taparse con un tapón cilíndrico relativamente pesado que, a su vez, tiene unos orificios laterales y, además, puede girar cual peonza en torno al pitorro.

Cuando con la olla cerrada empezamos a calentar el agua, la temperatura va subiendo hasta que se alcanza el punto de ebullición del agua, los famosos 100 ºC. Si el pitorro estuviera sin el tapón, veríamos salir vapor de agua por él de manera bastante violenta. Pero, con el tapón puesto, el vapor de agua se encuentra atrapado dentro y lo que ocurre es que la presión empieza a subir en el interior de la olla. Cuando esa presión sube, el agua ya no hierve a los cien grados de rigor sino a temperaturas tanto más altas cuanto más alta sea la presión que se alcance en el interior. En nuestra olla, llega un momento en el que esa presión hace la fuerza suficiente como para que el vapor que quiere salir sea capaz de mover el tapón y empezar a salir por los orificios laterales del mismo. En ese momento llegamos a una situación similar a hervir agua sin tapón. Mientras el tapón gira como loco y el vapor sale, la presión dentro se mantiene constante y entonces el agua hierve a una temperatura también constante pero más alta que cien grados. De hecho, muchas ollas convencionales trabajan a presiones internas iguales al doble de la presión atmosférica y, en ellas, el agua hierve a 120 grados. Lo que permite rebajar sustancialmente los tiempos de cocción.

Pero cocinar a altas temperaturas tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, legumbres como las alubias, lentejas o garbanzos se acaban rompiendo (no os perdáis esta vieja entrada), algo que no gusta mucho a los que nos las venden en frascos de cristal, donde se busca que el producto aparezca en toda su integridad. La solución se conoce desde hace tiempo y no es sino bajar la temperatura de cocción hasta valores entre 80-90 ºC, aumentando, eso si, los tiempos de cocción. Pero, ¿cómo conseguimos tener un puchero en el que cuecen alubias a una temperatura inferior a 100 ºC de forma constante?. Podemos, por ejemplo, subirnos a una montaña. Por cada 150 metros que subamos, el agua hervirá a medio grado menos, con lo que a 3000 metros, nuestro puchero hervirá a 90 grados. Pero es una solución "incómoda". Si lo queremos conseguir en nuestra casa, hay una posible solución. El truco suele denominarse "asustar a las alubias" y consiste en pequeñas y continuas adiciones de agua fría al puchero para que la temperatura no suba de la que hayamos elegido como óptima para nuestro preparado. Pero mantener así la temperatura con la misma mínima variación que ocurre cuando el agua hierve normalmente, exige que la adición vaya acompañada de una continua atención y de un termómetro permanentemente introducido en el agua.

Hace poco me preguntaron si yo sabía lo que era una olla lenta. ¡Casi me rompen mis esquemas de profe de Termo!. Pero, cuando empecé a documentarme, no llegó la sangre al río. Aunque parece una cosa muy de modernos, el asunto viene de lejos. En EEUU ya se podían encontrar dispositivos de este tipo en los años cincuenta y, en mi entorno próximo, tengo una amiga de mi edad (y sabéis lo que eso significa) que siempre ha conocido una en su casa. Y es que, en este pueblo, siempre ha habido adelantados a su tiempo en lo referente a las tecnologías y más si tienen que ver con el yantar. Esas llamadas ollas lentas no son sino una versión de lo que los químicos llamamos un baño termostático. Se trata de un dispositivo que funciona con corriente eléctrica, no con fuego de gas, vitro o inducción. Consta de dos cuerpos, en uno de ellos va agua que se calienta con una resistencia eléctrica a cierta temperatura por debajo de la de ebullición del agua. En los modelos más baratos un selector (o termostato) permite elegir dos o tres posiciones distintas que aseguran dos o tres temperaturas distintas, generalmente en el intervalo entre 60 y 90 grados. En los más caros, se puede poner la temperatura que uno quiera y, generalmente, en intervalos aún más amplios. Encima de ese cuerpo donde va el agua termostatizada se coloca otro cuerpo en el que dispondremos lo que vayamos a cocinar y que va a permanecer a la temperatura constante que hayamos elegido. Muchos de los modelos incorporan también un dispositivo de autoapagado tras un cierto tiempo, elegido por quien cocina.

Estos cachivaches pueden ser utilizados para otro truco muy de cocinillas enterado: "la cocina a vacío (sous-vide) y baja temperatura". Ponéis agua en el recipiente de cocción y en ella metéis una bolsa de plástico en la que, tras introducir carne o pescado, habéis hecho el vacío (con otro aditamento que mucha gente también tiene en casa). Eso os lleva ya a un nivel de conocimiento culinario como para que paséis directamente, y sin examen, a la categoría de friki.

Ah, y no paséis por aquí sin leer el comentario, un poco más abajo, de mi amiga Gabriela, desde Chile, sobre otro tipo de olla: la olla "bruja".

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martes, 7 de marzo de 2017

El oxígeno que (probablemente) nos matará

Dentro de unos días cumplo la respetable edad de sesenta y cinco tacos. Y si hiciera caso a todo lo que se publica sobre los peligros que nos acechan en la vida moderna, puedo considerarme un auténtico superviviente. La casa de mis padres en Hernani, en la que pasé mi adolescencia, no debe estar a mucho más de dos o tres kilómetros en línea recta de una planta que fabrica una gran parte del PVC que se consume en España. Como ya conté en otra entrada, en los primeros tiempos de esa empresa, el PVC (policloruro de vinilo, un plástico) se obtenía por procedimientos poco seguros a partir de su materia prima o monómero, el cloruro de vinilo, un compuesto gaseoso que es considerado (y con razón) un reputado cancerígeno. Afortunadamente, el procedimiento de hoy en día no permite que los trabajadores o los habitantes más próximos entren en contacto con ese gas. Pero, cuando había peligro, yo no vivía muy lejos del mismo.

Algo más cerca que la planta de PVC, mi casa paterna estuvo también en el área de influencia de varias papeleras que nos atufaron (y alguna sigue todavía en ello) con los efluvios de sus tratamientos para eliminar la lignina que siempre acompaña a la celulosa, procesos que generalmente implican algún compuesto de azufre (fundamentalmente sulfuros y sulfitos) que son los que cantan. O una siderúrgica, ya desaparecida, que nos poblaba la atmósfera con un delicado polvo marrón claro que entraba por nuestros poros y orificios a falta de protección eficaz alguna. Y para rematar el marco idílico de nuestra house, por encima de ella y desde mi más tierna infancia, ha pasado una linea de alta tensión, a poco más de treinta metros de altura de nuestro tejado.

Desde esa infancia he estado expuesto a un cóctel de sustancias químicas. Yo jugaba los fines de semana en una empresa curtidora de pieles para suelas de zapato que dirigía mi padre. Mi dilecta madre tenía la manía de eliminar cualquier mancha de grasa en las prendas o moquetas a base de benceno (benzina era el nombre acuñado por el droguero de mi pueblo), cuyo vapor distribuía con generosidad por el ambiente gracias al calor generado por el brío con el que frotaba las manchas. Ese mismo benceno, y otros disolventes no especialmente benignos para la salud, me acompañaron durante los casi cuatro años de mi Tesis Doctoral como elementos indispensables para disolver los polímeros con los que trabajé en ella. Y no voy a hablar de otros vapores que, con bastante asiduidad, han poblado durante años los pasillos de la Facul de la que ya soy un querido pero invisible jubilado. En otro orden de cosas, me encantan las gambas, las verduras, la carne o cualquier otro alimento a la plancha, a pesar de que conozco que las partes bien chamuscadas contienen hidrocarburos aromáticos policíclicos a discreción y, entre ellos, el peligroso benzopireno. He bebido y bebo vino (con su pernicioso alcohol etílico incluido) de cualquier región española que se precie de mejorar sus tintos. Y aunque no mucho, fumo.

Me he librado, eso sí, de tener una nuclear cerca, dicen que gracias al celo de los partidarios del EZ, EZ, EZ (NO, NO, NO para los que me lean en el resto de la innombrable España), pero ni olvido ni perdono los "métodos expeditivos" que se emplearon hasta conseguir pararla. Y puede que no llegue a ver la puesta en marcha de una incineradora próxima que, según sus detractores, acabaría conmigo a base de dioxinas, arsénico y mercurio. Todavía no se han enterado que las modernas plantas de incineración más que productoras de dioxinas son sumideros de las mismas.

Pero, sobre todo, tengo suerte de haber aguantado un persistente proceso que consiste en respirar el oxígeno del aire unas diez/doce veces por minuto a lo largo de mis pasados sesenta cinco años, lo que hace el bonito número de casi 376 millones de inspiraciones. Y es que respirar es un peligro casi tan notorio (o más) que fumar o tomar el sol sin moderación. Solo que, en los dos últimos casos, podemos poner los medios para que eso no ocurra (no fumar y tomar el sol con protección) pero de respirar no hay forma de librarse. O si lo intentamos todavía es peor como, con cierta ironía, ya explicó el Premio Nobel de Medicina 2001, Timothy Hunt, hace tiempo en una rueda de prensa en Bilbao: "Podemos intentar dejar de respirar y, entonces, seguro que no nos morimos de cáncer". Evidentemente, y ya hablando en serio, el científico alertó del problema del tabaco y relativizó que una alimentación rica en verduras y frutas sea una fórmula para evitar el cáncer, con un argumento que a mi en esa lejana fecha me impactó: quien come bien, vive más y si se vive más, se respira más tiempo y hay más posibilidades de que el cáncer haga de las suyas.

James Lovelock, autor de la Hipótesis Gaia, es considerado por muchos, según ya conté en otra entrada, y junto con Rachel Carson (la autora de La Primavera Silenciosa) como los padres del ecologismo imperante. Cuando ya era un octogenario, Lovelock sorprendió a muchos con un libro que, en castellano, se titulaba “La venganza de la Tierra” y cuya tesis fundamental es que la única alternativa energética viable de cara a futuro es la energía nuclear. No voy a entrar en el conjunto del libro, primero porque ya tiene diez años y porque muchas de las cosas que dice sobre el calentamiento global, la eficiencia energética y el tema nuclear no me convencieron cuando lo leí (2007) y ahora todavía menos. Pero, al hilo de lo que estoy contando, si me interesa apuntar que, en ese libro, Lovelock analiza la razón de nuestros miedos a la energía nuclear, argumentando que el miedo a lo nuclear y el miedo al cáncer van indisolublemente unidos. Y para Lovelock (y cito textualmente) "si sobrevivimos a la tragedia del calentamiento global, los historiadores dirán que uno de nuestros mayores errores fue tener tanto miedo al cáncer".

A partir de ahí, Lovelock trata de minimizar los peligros de contraer cáncer junto a una central nuclear, contraponiéndolos a los peligros derivados del oxígeno, ese gas sin color, ni olor, ni sabor, que todas las criaturas necesitamos perentoriamente para seguir vivos, aunque respirándolo juguemos, literalmente, con fuego. Y, a tono con lo que Hunt decía en Bilbao, Lovelock postula que el 30% de nosotros morirá de cáncer y que, la principal causa del mismo, será haber respirado oxígeno. El daño provocado en nuestro organismo proviene de la formación de radicales libres (nombre muy de moda en los apartados de salud y estética de los suplementos dominicales). No es fácil explicar a quien no tenga conocimientos de Química qué son los radicales libres. Los definiremos como moléculas químicas de una extraordinaria reactividad, que tratan de combinarse con todo lo que se les pone a tiro. A partir del oxígeno que ingerimos, ocurre a veces que éste, por alguna razón, da lugar a una especie de primo de Zumosol que llamamos ion superóxido, un compuesto más reactivo que el propio oxígeno y que puede evolucionar hasta dar origen a los llamados radicales hidroxilo, un importante miembro de la familia de los radicales libres.

Uno de los procesos en los que ocurre esa transformación del oxígeno en ion superóxido y, posteriormente, en radicales libres se da durante el funcionamiento normal de nuestro organismo. Este no es sino una especie de motor que, en lugar de gasolina, consume como combustible los alimentos que ingerimos. Como ocurre también cuando el combustible es gasolina, no hay reacción química que pueda tildarse de combustión si no participa el oxígeno. En nuestro organismo, la combustión de los alimentos tiene lugar en las llamadas mitocondrias, pequeñísimas cápsulas existentes en cada una de los miles de millones de células que nos conforman. En esas mitocondrias, la comida que ingerimos se combina (reacciona) con el oxígeno que respiramos y, en esa reacción de combustión (sin llama), aparecen como subproductos pequeñas cantidades de productos indeseables entre los que, al final, tenemos los radicales hidroxilo y otros similares. Hay estimaciones que sugieren que en un organismo normal se generan hasta 15.000 radicales de ese tipo por célula y día, cantidad que puede duplicarse en un deportista de élite.

Esos radicales se escapan de las mitocondrias con lo que su presencia en nuestro organismo es absolutamente ubicua. Al ser extraordinariamente reactivos atacan a casi cualquier molécula con la que se encuentran, dañando, por ejemplo, todo el intrincado entramado de nuestra carga genética, como el ADN que programa y construye nuevas células. Casi todos los daños son reparados por un evolucionado conjunto de enzimas (no hay una enzima madre y prodigiosa, Sra. Milá, haga caso al bioquímico por mucho que esté algo llenito) que, en lo tocante a estos procesos destructivos, podemos considerarlas como nuestros ángeles de la guarda. Pero, inevitablemente, algún radical se les despista de vez en cuando y de esos errores en la reparación nacen células defectuosas que, tras complejos mecanismos en los que no entraré y que implican incluso el suicidio de algunas de ellas (algo que siempre me ha fascinado), dan lugar a células cancerosas, totalmente incontrolables por nuestro sistema de seguridad.

Así que, queridos lectores, no aspiréis a Matusalenes del futuro haciendo ejercicios violentos en esos nuevos templos que se llaman gimnasios. Puede resultar contraproducente. Además, para acabar cayendo inexorablemente en una especie de infancia inversa (babas, pañales, purecitos), no se si merece mucho la pena alcanzar edades bíblicas.

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jueves, 2 de marzo de 2017

Un chivato para los que mean en las piscinas

Parece que, aunque sotto voce, todo el mundo reconoce que alguna vez se ha meado en una piscina. Yo creo que también, aunque debe hacer más de 50 años que no me meto en una, con lo que la culpa debe haber prescrito. Ya se sabe que a los búhos nos gusta poco el agua y, puestos a elegir, prefiero una ducha rápida y, sobre todo, secarme lo antes posible, que es lo que más me molesta de mojarme. Pero la cosa del pis en las piscinas ha generado abundante bibliografía científica en los últimos años, porque aunque la orina es estéril desde el punto de vista bacteriológico, su composición química (sobre todo urea), en contacto con los compuestos clorados que se usan para asegurar la salubridad de las piscinas, genera una serie de nuevos productos químicos que intranquilizan a la población (los famosos trihalometanos y otros primos, como las haloaminas o los ácidos haloacéticos).

Ninguno de ellos están en concentraciones preocupantes ni todos los días se mete uno en una piscina, excepto los profesionales y los que la usan como método terapeútico. Además, aún admitiendo que esas sustancias puedan causar problemas cuando se ingieren a concentraciones muy por encima de las que se encuentran en las piscinas, no creo que los habituales de las mismas anden echándose chupitos del agua a todas horas. Pero, como digo, la cosa preocupa y da pábulo a publicaciones científicas de lo más variado. No suelo prestar mucha atención a ellas, porque no quiero contribuir a espantar a la gente normal de la saludable (eso dicen) práctica de nadar, pero es que esta vez se me ha cruzado una noticia que me ha hecho esbozar una sonrisa y os la voy a trasladar.

El acesulfamo-K es un edulcorante artificial que, como otros (la sacarina, el aspartamo,...), fue descubierto por chiripa. En las etiquetas de las cosas en las que se emplea, sustituyendo al hoy malvado azúcar, suele aparecer como E-950, su distintivo en el código de aditivos alimentarios de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria, alias EFSA. Entre los numerosos productos que hoy consumimos con ese aditivo (chicles, zumos, bebidas carbonatadas, etc.), destacan las bebidas de cola sin azúcar. Se trata de un edulcorante que es unas 200 veces más dulce que el azúcar, por lo que cantidades pequeñas en nuestra bebida de cola proporcionan sensaciones de dulzor similares al azúcar convencional. Realizada esa misión edulcorante, pasa por nuestro organismo sin ser metabolizado y se excreta rápidamente en la orina. Así que un número importante de meones de piscina lo excretan como consecuencia de que lo han ingerido previamente.

Además, el acesulfamo es una molécula extraordinariamente resistente a cambios en el pH del agua que lo contiene, a la temperatura y a los clásicos tratamientos que se suelen realizar con el agua de las piscinas. Así que acesulfamo que se vierte a una piscina, acesulfamo que permanece en ella tal cual, a no ser que sea evacuado por el contundente procedimiento de renovar el agua de la misma. Y es esta estabilidad la que ha sido empleada por un grupo de investigadores de la Universidad de Alberta en Canadá, para proponer un método fiable a la hora de evaluar cuanto miccionan los usuarios de las piscinas. El artículo se publicaba ayer mismo en la web de la revista Environmental Science and Technology Letters [DOI: 10.1021/acs.estlett.7b00043].

En el artículo se analiza el acesulfamo-K contenido en el agua de hasta 250 muestras diferentes de piscinas y jacuzzis de ciudades canadienses, utilizando para sus pesquisas una técnica instrumental conocida como HPLC−MS/MS (mejor lo dejamos en el acrónimo). Los autores han llegado a concluir que todas las muestras contenían el edulcorante en cuestión, en cantidades que pueden llegar a ser hasta 600 veces superiores a las que se detecta en el agua de grifo con el que se llenan esos reservorios. No entraremos a especular el por qué en el agua original también había edulcorante (porque eso nos llevaría a un peligroso jardín), pero lo que si está claro es que si en las piscinas hay tanto acesulfamo es porque la gente orina mientras nada. Una vez realizados determinados calibrados para convertir las cantidades de acesulfamo detectadas por la técnica en litros de orina que lo contenían, los investigadores llegan a concluir que en una piscina que contenga unos 600.000 litros de agua (una piscina relativamente pequeña, la cuarta parte del contenido de una piscina olímpica), en un plazo de unas tres semanas, se acumulan del orden de 50 litros de orina. Así que si usamos el criterio de que una micción promedio contiene un cuarto de litro de orina, hay 200 individuos/as que lo han hecho en esas tres semanas.

El artículo termina, cómo no, propugnando la necesidad de establecer pautas para pillar a los meones, sobre la base de la peligrosidad de las sustancias que se generan en las reacciones químicas de la orina con el cloro del tratamiento del agua, así como de la importancia de su procedimiento experimental para hacer un seguimiento del impacto de esas pautas en la reducción del problema. Este Búho no cree que el problema sea tan importante, aunque si indicativo de la mala educación del personal, ni que en cada municipio tengan que tener un caro HPLC−MS/MS para controlar sus piscinas.

Pero me ha quedado un post muy propio.

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