jueves, 23 de febrero de 2017

Sobre el bisfenol A. Otra vez.

Tengo que reconocer que el asunto del bisfenol A (usaré el acrónimo BPA, para resumir) ya me aburre. En pocos días, una amiga me ha pedido que le explique lo de las tintas y el bisfenol A; en Twitter me han mencionado varias veces a partir de polémicas al respecto del mismo; y, encima, tengo la mesa llena de artículos recientes relacionados con la sustancia de marras. El BPA se está convirtiendo, salvadas todas las distancias, en un problema similar al del cambio climático. Cuantas más y más publicaciones se ponen encima de la mesa, más claro está que la comunidad que los publica se divide en dos bandos irreconciliables. Los unos se culpan a los otros de tener intereses en el asunto y, en tierra de nadie, nos quedamos los ciudadanos normales que, ni recibimos dinero de las multinacionales que producen el bisfenol A, ni estamos alineados con organizaciones "ciudadanas", abogados, medios audiovisuales y similares, que hacen su agosto a base de meter miedo en el cuerpo a la mayoría de los ciudadanos de alto standing de vida (los más pobres ya tienen otros problemas más urgentes). Con el agravante de que la mayoría de nosotros no tenemos una formación en toxicología, oncología o endocrinología como para poder sacar todo el jugo a la vasta información que se nos pone delante. Este Búho ya se ha manifestado varias veces en el sentido de que, como primera medida, prefiere siempre digerir la información que, sobre estas cosas y periódicamente, están suministrando las agencias que velan por nuestra salud. Manteniendo, eso si, abundante espacio en la recámara para el escepticismo. Esta entrada tiene que ver con las ideas que, sobre el BPA, manejo yo en este momento.

Empecemos por el principio. El bisfenol A es una sustancia química que se sintetizó por primera vez nada menos que en 1891. Pero su producción industrial no comenzó hasta mediados de los cincuenta, como consecuencia de la irrupción en el mercado de los materiales polímericos (plásticos y resinas termoestables). En la actualidad, la producción mundial está creciendo rápidamente a expensas de las necesidades de las economías emergentes y, para 2020, se estima que se producirán en torno a siete millones de toneladas anuales de ese producto. Una parte muy importante de esa producción se emplea como materia prima para la obtención de policarbonato, un plástico que la mayoría de vosotros habéis manejado en forma de discos CDs y DVDs (de los que es el principal constituyente), aunque también se emplea en la fabricación de botellas y recipientes de alta resistencia al impacto, equipos médicos diversos, gafas de seguridad, componentes de automóviles, paneles de seguridad para oficinas bancarias o maletas de viaje mas caras que las convencionales. Casi la otra mitad de la producción de bisfenol A se emplea en la fabricación de resinas epoxi, resinas termoestables (se endurecen en ciertas condiciones y no se pueden volver a fundir como los plásticos), que se emplean como adhesivos (el Araldit de toda la vida), recubrimientos de suelos al aire libre, recubrimientos de circuitos impresos para protegerlos de la humedad y, lo que aquí más nos interesa, como recubrimiento de los interiores de latas de bebidas y conservas, en una estrategia de prevención de la corrosión del metal de esas latas, entre otras ventajas. Mas recientemente, las resinas epoxi están creciendo a tasas muy altas por su empleo en las aspas de los aereogeneradores de energía eólica.

El BPA es tenido por peligroso por su carácter estrogénico, es decir, que reproduce las propiedades de ciertas hormonas, aunque ese carácter es muy débil, 25.000 veces inferior al del estradiol (E2), una hormona esteroide sexual femenina, que se suele tomar como referencia de estrógeno más potente. También se le ha vinculado a algunos tipos de cánceres o a ser inductor a la obesidad. La mayoría de los estudios de los que se han sacado esas conclusiones están realizados con animales (ratas y primates), a los que se ha inyectado o se ha hecho beber líquidos con cantidades muy diversas de BPA puro. Pero, ante las tergiversaciones que suelen ser habituales en internet, hay que aclarar en primer lugar una cosa.

Con independencia de los millones de toneladas de BPA puro que se ponen anualmente en el mercado, la gran mayoría va a la producción de policarbonato y resinas epoxi, como ha quedado dicho. Y en el transcurso de los procesos que dan lugar a esos polímeros, el BPA desaparece como tal, al quedar englobado en largas cadenas de polímero, tras su reacción con otras materias primas. Como consecuencia de ello, su capacidad para producir los efectos peligrosos observados en los ensayos queda anulada completamente. Es verdad que las plantas industriales que los producen pueden soltar al medio ambiente cantidades variables de BPA libre como subproductos, pero no es eso lo que más preocupa hoy a la gente. Lo que permanentemente está en los medios se refiere al BPA que podemos ingerir como consecuencia de que pequeñas cantidades del mismo, que no han reaccionado del todo durante la producción de los polímeros arriba mencionados, queden atrapadas en los mismos y puedan pasar (migrar) a nuestro organismo, bien a través de la piel de quien toca un CD o tras beber líquidos contenidos en un recipiente de policarbonato (muy poco habituales hoy en día), o en una lata revestida internamente con resina epoxi. Ese es el origen de la prohibición (ya hace años), tanto en USA como en Europa, de los biberones de policarbonato, al entender que los recién nacidos son el segmento de la población más sensible a los posibles efectos del BPA, sobre todo en lo que se refiere a su actividad estrogénica. Pero, como vamos a ver más abajo, esa prohibición (que nadie revertirá) tiene muy poca base científica y es más la aplicación del principio de precaución que otra cosa.

Además del BPA libre (es decir, no contenido en cadenas de policarbonato o epoxi) que pueda pasar al medio ambiente por vertidos o por migración desde los materiales producidos a base de BPA, éste se encuentra también libre en ciertos cosméticos y, sobre todo, en tintas de impresión térmica como las empleadas en los datáfonos y otros dispositivos generadores de facturas en centros comerciales. Ahí, de nuevo, la posible vía de transmisión sería nuestra piel.

Lo siguiente a preguntarse es cuán peligrosas resultan estas cosas para nuestra salud. Desde hace unos quince años, la actividad científica sobre los peligros del BPA, en cualquiera de sus situaciones, ha crecido de una manera ostensible pero, a pesar de publicarse miles de artículos al respecto, y tal y como mencionaba arriba, la comunidad científica es pasto de una clara división interna. Así que aburriros a base de artículos de uno y otro bando no nos lleva a ninguna parte y prefiero aquí hacer referencia, fundamentalmente, a lo que dicen las últimas revisiones sobre el BPA de la FDA americana o la EFSA europea. Ambas agencias velan por nuestra salud en lo tocante a la alimentación y llevan a cabo un seguimiento exhaustivo de todo lo que se produce científicamente para, si procede, tomar medidas al respecto. De ellas, por ejemplo, salieron las medidas de prohibición de los biberones de policarbonato.

En otoño de 2014, la FDA publicó su último informe actualizado, del que extraigo las siguientes ideas que me parecen relevantes. La primera de ellas tiene que ver con lo que ocurre con el BPA en nuestro organismo, una vez que hemos ingerido por vía oral una cierta cantidad de él, generalmente muy pequeña, al beber agua, refrescos o alimentos que lo contengan. Pues bien, en sus alegaciones contra el BPA, muy poca gente incide de forma clara en que éste reside muy poco tiempo en forma libre en nuestro organismo. Tras la ingestión, el BPA es metabolizado inmediatamente por nuestro hígado (éste si que es un mecanismo DETOX) para dar lugar a otra sustancia, el glucurónido de bisfenol A, que ya no tiene actividad estrogénica alguna y que, en cuestión de pocas horas, es eliminado casi completamente a través de la orina, tanto de las personas mayores como de los más pequeños, como lo demuestra un artículo de abril de 2015 que tengo delante [J Pediatr. 2015, 167, 64-69] en recién nacidos de muy pocos días de vida.

A pesar de esta evidencia, conocida de forma general desde hace tiempo, en muchos artículos se analiza la presencia de esa sustancia inactiva (el glucurónido) como forma de demostrar que ha habido BPA en ese organismo. Y mucha gente, sobre todo en internet, no está al tanto de esa sutileza. Espero que esa rápida transformación del BPA en su derivado, y su posterior eliminación de nuestro organismo, empiece a ganar espacio en las noticias sobre el BPA. Aunque las cosas siempre se complican. Otro reciente artículo sobre mi mesa [Environ Health Perspect. 2015, 123, 1287-1293], me da cuenta de lo encontrado por un grupo canadiense y que ha tenido abundante difusión en medios de habla inglesa. En ese artículo se estudiaba el efecto que, sobre células humanas y de ratones, tiene el tratarlas con el glucurónido de bisfenol A, llegando a la conclusión de que, aunque esa sustancia no tiene (como ya hemos dicho) actividad estrogénica alguna, podría estar en el origen de algo que siempre se había achacado al propio BPA, el ser un inductor a la obesidad. Tengo que reconocer que el que se hable de inductores a la obesidad en países como los mencionados me hace sonreír. Hay tantas otras razones para que haya gordos en esos lares que pretender que pequeñas cantidades de aditivos u otros productos químicos sean los causantes intrínsecos de sus michelines, me saca lo más granado de mi escepticismo.

El informe de la FDA también establece que la revisión de la bibliografía reciente permite aseverar que tras la administración oral de BPA puro a ratas embarazadas, en cantidades entre 100 y 1000 veces mayores a las que pueda estar expuesta una embarazada humana durante su vida diaria, la transmisión de BPA al feto de la rata es irrelevante y ni siquiera detectable al cabo de 8 horas. La FDA ha establecido también como evidencia que los primates y la raza humana somos más rápidos que las ratas a la hora de metabolizar el BPA a glucurónido y excretarlo posteriormente éste, con lo que, en cuestión de horas, las cantidades sumadas de BPA y su derivado que quedan en el organismo no sobrepasan el 1% de la cantidad ingerida. Así que si en el feto de la rata no se detecta rastro alguno de BPA, en el feto humano menos. La FDA da cuenta igualmente de otros estudios llevados a cabo, también con ratas, para ver el efecto del BPA y su derivado en fetos de las mismas, con la vista ahora puesta en problemas ligados al sistema reproductor, a las mamas, al sistema cardiovascular o cambios metabólicos. La conclusión más importante es que no observan cambio alguno a bajas dosis de BPA, una idea que puede resultar obvia para los que pensáis en términos de "el veneno está en la dosis", pero no para una corriente de investigación [Endocr Rev. 2012, 33, 378-455] centrada en los productos químicos con actividad estrogénica, que sigue insistiendo en que sus estudios demuestran que no hay una relación monotónica entre dosis y efectos, lo que quiere decir que, a bajas concentraciones de la sustancia en cuestión, esa tendencia se revierte en algunos casos (BPA incluido) y la actividad vuelve a crecer al ir a concentraciones aún más bajas.

La otra gran agencia en materia de alimentación, la EFSA europea, publicó en enero de 2015 su revisión particular del estado del tema en lo relativo a la exposición de los ciudadanos europeos al BPA. No lo había hecho desde 2006 y la Agencia explica en el preámbulo de este nuevo informe que, desde aquella fecha, ha aparecido nueva y relevante literatura que les ha hecho reconsiderar el tema. Tengo que reconocer que cuanto leí el resumen para el gran público me mosqueé. Porque tras establecer que la consideración de la nueva información disponible les permitía asegurar que "la exposición al BPA debida a la dieta es cuatro o cinco veces inferior a la estimada en 2006" resulta que, a continuación, establecían como dieta segura para el BPA la cantidad de 4 microgramos por kilo de peso y día, sustancialmente inferior a los 50 microgramos establecidos en 2006 (la de la FDA vigente a día de hoy son 5 microgramos).

Esa evaluación a la baja de la dosis no peligrosa mosqueó también a mucha gente obsesionada con los peligros del BPA, que usaron el asunto para dar caña a la Agencia. Pero hay que leerse la letra pequeña y ver que, en este estudio de 2015, la EFSA considera también, y por primera vez, exposiciones al BPA no ligadas a la alimentación y que incluyen, por ejemplo, el problema relativo a la posible transmisión a través de la piel del BPA libre existente en el papel térmico o algunos cosméticos. Y como hay poca información sobre cuánto BPA puede transmitirse por la piel o cómo metabolizamos lo que entra por esa vía, la EFSA se pone en un escenario conservador y establece esa nueva tasa de dosis segura. A mi amiga preocupada por las facturas de tiendas y supermercados le diré que la exposición por la vía de la tinta es muy baja (excepto para las personas que trabajan como cajeros/as, que pueden evitarla usando guantes). Además, ya existen en el mercado papeles térmicos sin BPA, aunque desconozco cual es su incidencia en el mercado actual si bien preveo que, poco a poco, los basados en BPA irán desapareciendo en beneficio de las alternativas sin BPA.

Para acabar, mencionaré otro artículo más sobre mi mesa, este aún más reciente [Environ. Sci. Technol., 2016, 50,13539–13547], en el que investigadores neoyorquinos han puesto de manifiesto que, analizados diversos productos de plástico para niños (juguetes, mordedores), en cuyas etiquetas se exhibe lo de Sin BPA, resulta que sus resultados indican lo contrario y hay BPA prácticamente en todos ellos. En cantidades pequeñas y no preocupantes, pero ahí está. Resultado que sintoniza con el primero de los artículos arriba mencionados. En la orina de la práctica totalidad de los mencionados tiernos infantes había glucurónido, es decir, había habido BPA en su organismo, incluso en aquellos con dieta exclusiva a base de leches artificiales, manejadas siempre en biberones de vidrio. Y en cantidades similares a los amamantados exclusivamente con rica teta, donde se pudiera aventurar que el BPA proviniera de la leche materna. ¿De dónde sale este BPA o su derivado?. Pues, un misterio. Tanto es así que más de uno ya sugiere que, dadas las bajas cantidades analizadas, pudiera ser producto de un incorrecto manejo de las muestras en el laboratorio.

Y vale, que ya casi he escrito 3000 palabras y luego mi amiga @molinos1282 me echa la bronca por pelma.

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jueves, 2 de febrero de 2017

Tirando del hilo de la goma garrofín

Disponer de las herramientas de búsqueda que proporciona internet y tener tiempo para hacerlo (como es ahora mi caso) tiene sus ventajas, sobre todo si te gusta tirar del hilo de las sucesivas informaciones que vas obteniendo. Estoy suscrito desde hace tiempo a las alertas de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), más que nada por estar al loro de todo lo que se cuece en lo relativo a sustancias químicas que la gente mira mal (ya sabéis, bisfenol A, aditivos alimentarios y demás). Y el día de San Sebastián, mientras los tamborreros nos martirizaban durante 24 horas, recibí una de esas alertas, en la que se ponía al día la evaluación de la llamada goma garrofín como aditivo alimentario (E 410).

El informe técnico de la EFSA a ese respecto no es particularmente relevante. La goma garrofín (o locust bean gum en inglés) es un aditivo alimentario, inicialmente aprobado a principios de los años 90 sobre el que, desde entonces, no se había realizado ninguna revisión sobre su posible toxicidad, entre otras cosas porque a pesar de sus variados usos como espesante, estabilizante y agente gelificante en mermeladas, helados, quesos, confitería además de en productos farmacéuticos, no parecía haber documentación nueva y relevante sobre los posibles peligros de su uso. Ahora, a instancias de la Comisión Europea, la EFSA ha revisado la bibliografía existente y ha emitido este nuevo informe en el que se reafirma en la inocuidad del aditivo E 410, tanto es así que ni siquiera propone una Dosis de Ingesta Admisible (ADI), como suele ser habitual en otras sustancias con potenciales peligros. Y no lo hace porque estudios con ratones a altas dosis, y otros ensayos, han mostrado que la goma garrofín ni es cancerígena ni es genotóxica. Así que, como digo, nada especial en el informe, excepto la constatación de que la EFSA sigue velando por nosotros. Y más vale que la cuidemos porque ahora, con el efecto Trump y según se hizo público ayer, su homónima americana o FDA va a tener problemas para hacer lo que hasta ahora ha hecho, particularmente en lo relativo a la aprobación de nuevos medicamentos.

Pero mientras me documentaba sobre cómo se obtiene la goma garrofín he llegado a una información muy curiosa (1) que voy a resumir brevemente. El cultivo del algarrobo ha sido tradicional en las riberas del Maditerráneo, dada su alta sensibilidad al frío. La harina obtenida de sus frutos, unas vainas como las que veis en la foto con sus semillas, ha sido una fuente de alimentación tradicional de animales (y de humanos en tiempos de hambruna). A partir de los años sesenta del pasado siglo el número de hectáreas de algarrobo cultivadas en España comenzó con un progresivo declive que le hizo caer casi en un 75% hasta 2010. Curiosamente, hay una región española donde el cultivo se ha mantenido más constante y esa región son las Islas Baleares donde en ese mismo período de tiempo las hectáreas cultivadas solo cayeron en un 30% y ahora vais a ver por qué.

Es en esos años sesenta cuando un nuevo producto derivado del algarrobo comienza a aportar valor añadido al cultivo de este árbol. Y lo hace merced al empleo del endospermo de la mencionada semilla, adecuadamente procesada, para obtener la goma garrofín, hoy un codiciado aditivo alimentario. Industrias Agrícolas de Mallorca (IAMSA) fue una pionera a la hora de entender el valor y proyección de esas nuevas posibilidades de los frutos del algarrobo. Mientras seguía con la producción de harinas para alimentación animal y también como fuente para obtener alcohol, ya en los años 30 empezaron a comercializar un producto (Aprestagum), un precursor de nuestro aditivo E 410, que, en aquella época, tenia otras aplicaciones, como el apresto de tejidos, la estabilización de cauchos, en el ámbito de preparados farmacéuticos, así como en las industrias de colas y pinturas.

En el establecimiento de esta línea de negocio jugó un papel fundamental el químico Josep Sureda y Blanes, cuya figura ha sido decisiva a la hora de que yo escriba algo relacionado con la inocua noticia de la EFSA con la que he comenzado esta entrada. Resulta que Sureda tuvo una espectacular formación científica en Europa, llegando a trabajar nada menos que con tres premios Nobel. El primero de ellos, Heinrich Wieland, fue Nobel de Química en 1927 por sus estudios sobre los ácidos biliares, aunque también aisló, por ejemplo, la potente toxina de la Amanita muscaria. Algo más tarde Sureda trabajó con Hermann Staudinger, Premio Nobel de Química en 1953, por sus descubrimientos en el campo de la Química Macromolecular. El tercer Nobel con el que Sureda estuvo fue Leopold Rucicka, Nobel 1939 por sus estudios con polimetileno y terpenos y que también había trabajado con Staudinger.

Sobre los dos primeros ilustres tutores de Sureda creo que he contado en algún sitio del blog (los jubilados tienen licencia para repetirse) un sucedido con el que yo he solido ilustrar la primera lección en cursos básicos sobre polímeros. En 1920, Hermann Staudinger, en un hoy famoso artículo publicado por la revista Berichte der Deutschen Chemischen Gesellschafts, proponía que muchos de los resultados experimentales que se iban acumulando desde el siglo anterior con materiales presentes desde siempre en la naturaleza, como el caucho, la celulosa, la fibroína de la seda y otras proteínas, podían ser consistentes con el hecho de que todas ellas estuvieran constituidas por largas cadenas (macromoléculas o polímeros), compuestas por un elevado número de unidades sencillas (o monómeros) que se repiten a lo largo de la cadena, unidas entre sí por enlaces covalentes.

En ese momento, Staudinger no presentó resultados experimentales muy convincentes que avalaran su propuesta y muchos de sus colegas (la mayoría químicos alemanes de tradición orgánica como él) no compartieron sus ideas e incluso algunos como Weiland llegaron casi a ridiculizarlas. En sus memorias, Staudinger da cuenta de una carta que recibió del citado Weiland en la que queda claro que nuestro Nobel no era particularmente piadoso con la hipótesis macromolecular de Staudinger: “Mi querido colega, abandone su idea de las largas moléculas. Las moléculas orgánicas con peso molecular superior a 5000 no existen. Purifique bien sus productos, como el caucho, y así cristalizarán debidamente y le harán ver su carácter de moléculas de bajo peso molecular”. Frase que parece más propia de ser dirigida a un incipiente estudiante de doctorado, un poco guarro, que a todo un Herr Professor.

Tras el periplo europeo, Sureda volvió a España y pronto se hartó de la burocracia implícita en obtener una Cátedra en la Universidad de entonces. Así que en 1933 optó por la empresa privada en su Mallorca natal y contribuyó al crecimiento de IAMSA y a la paulatina implantación de la linea de negocio que, finalmente, cristalizó en el E 410. Lo cual no es de extrañar dada su cualificada formación en sustancias naturales y en el carácter macromolecular de muchas de ellas. El propio garrofín, tal y como se vende como aditivo, no deja de ser una mezcla de polisacáridos de alto peso molecular donde las unidades que se repiten son de los azúcares simples o monosacáridos conocidos como galactosa y manosa.

La empresa IAMSA siguió en el negocio hasta su cierre como tal en 2007, pero el relevo tecnológico y generacional lo tomó otra empresa también mallorquina, Carob S.A. que, aunque creada a finales de los setenta, a mediados de los noventa adapta sus instalaciones a la producción de garrofín con las más altas exigencias de pureza y calidad. Y ahí siguen, sin que la EFSA ponga la más mínima pega a su producto. Sureda murió en 1984, casi con 94 años y ha dejado, además de su impronta en la industria química de la época, todo un reguero de artículos científicos y literarios como consecuencia de sus múltiples inquietudes intelectuales.

(1) R. Molina de Dios, Revista de Historia Industrial, 49, 147 (2012).

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