lunes, 29 de septiembre de 2008

Las miserias de experimentar

Las tertulias post-golf del grupo de pirados que le damos a la bola todos los fines de semana, andan un poco alteradas estas últimas fechas. Un día festivo de este agosto, uno de nosotros fue abordado en un control de alcoholemia de la Ertzaintza con premeditación y alevosía. La trayectoria previa era un par de txakolis con los amigos, una comida en familia con media botella de vino per capita, amén de una siesta de castigo, lo que situó el atraco policíaco a las 17,30 de la tarde, en un estratégico recodo del territorio comanche de Hernani. El resultado del soplido dejo al interfecto unas pocas centésimas por debajo del límite permitido, en medio de su estupefacción y desasosiego por lo que ello pudiera suponer para futuras catas vinícolas en la intimidad.

Dada mi condición de internauta sabelotodo, os podeis imaginar a quien le ha caido el muerto de tratar de paliar, en lo posible, los atropellos de los Departamentos gubernamentales que sólo piensan en la recaudación a costa de los pobres mortales. De modo que El Búho ha tenido que dedicar parte del fin de semana en beber (¡siempre beber!) en las fuentes, tratando de extraer algunas conclusiones que sean de interés para librarnos del acoso de la pasma en estos aspectos. Conclusiones que no dejan de ser consistentes con las que uno ha ido extrayendo en su larga experiencia de experimentador de la realidad cotidiana, concretada en mi caso en las veleidades de las que gustan los sistemas químico-físicos en general, y los polímeros en particular.

Para un viejo profesor como yo, son moneda corriente las tribulaciones de los estudiantes de primeros cursos cuando se dan cuenta de que dos termómetros diferentes marcan temperaturas diferentes al ser introducidos en un mismo baño termostático (para los no iniciados, algo parecido a una pecera con temperatura constante). No es fácil explicarles que los conceptos de termómetro y temperatura son convenios entre humanos. Para fabricar un termómetro, tomamos un tubo delgado de vidrio, lo llenamos de mercurio, lo introducimos en una mezcla de agua y hielo y al nivel que alcance el mercurio lo denominamos cero. Introducimos despues nuestra columna en agua hirviendo y al nivel que alcance lo llamamos cien. Dividimos la distancia entre uno y otro punto de la escala en 100 partes iguales y si, al introducir la escala asi calibrada en un sitio, alcanza la división 57 decimos que el sitio está a 57 grados centígrados. Pero el ciudadano que hace el "calibrado" de esa escala o termómetro puede haberse pegado con su mujer esa mañana y no estar para muchas precisiones, rayanas en la metafísica. O pudiera ser que el mercurio empleado en el termómetro de hoy estuviera más sucio que el del día anterior. O que un termómetro lleve años de uso en un laboratorio y el otro sea completamente nuevo. El resultado final es dejar sin recursos intelectuales a un estudiante novato que llega al Instituto o a la Universidad con la idea de que en Ciencia todo es blanco o negro.

Pues con los alcoholímetros pasa lo mismo. Los gobiernos y la policía velan porque nuestro contenido en alcohol en sangre sea el menor posible cuando conducimos. No deja de ser curioso que no se lo midan con parecida asiduidad a los estrategas de Bancos de inversión que generaron y generan productos financieros de dudosa calidad. O a los políticos que ultiman los presupuestos de un país a golpe de comida en restaurante de estrellas. Y luego se quejan de las turbulencias.... La cuestión es que, para medir el contenido en alcohol en sangre, hay que pinchar con una aguja al personal, cuestión poco agradable porque más de uno se les marearía ante los primeros efluvios sanguíneos y lo tendrían que ingresar. Así que, desde hace décadas, la concentración de alcohol en sangre se estima de manera indirecta, midiendo la cantidad de alcohol existente en el aire que expiramos sobre un adecuado artefacto. Para obtener la concentración en el aire expirado se usan sensores basados en la espectroscopía infrarroja o en reacciones químicas similares a las que dan lugar a las pilas de combustible de metanol.

La base de la medida es bastante consistente, al menos a primera vista. Tras la ingestión de bebidas alcohólicas, el alcohol recorre nuestro tracto gastro-intestinal, pasa a la sangre y alcanza una cierta concentración de equilibrio en el cuerpo, transcurrido un tiempo variable entre media hora y dos horas. En esa situación hipotética el hecho de soplar genera un volumen de aire con un contenido en alcohol que depende del contenido en alcohol de la sangre que circula por los alveólos pulmonares, el lugar donde se dan las mejores condiciones de equilibrio entre la sangre y el aire que circulan por ellos. De acuerdo con una ley muy conocida en Química Física, la ley de Henry, existe una cierta constancia entre la cantidad de alcohol en un líquido (la sangre) y la cantidad de alcohol en un gas (el aire) en equilibrio con ese líquido. Esa proporción ha sido establecida por los fabricantes de alcoholímetros (tras una serie de estudios al respecto) en un número igual a 2100.

Pero la cosa tiene muchos problemas. Primero, es difícil establecer el tiempo necesario para que se alcance es ese equilibrio. Es muy probable que el colega interceptado por la Ertzaintza hubiera dado un contenido inferior una hora u hora y media antes de la prueba a la que fue sometido. Por otro lado, ese factor de 2100, usado en el calibrado de los alcoholímetros, puede variar entre 1500 y 2500 dependiendo del sexo y peso del individuo, de su temperatura corporal, de su índice de hematocrito y de un largo etcétera que los abogados americanos han usado para defender a sus beodos clientes y atizarles al mismo tiempo los bolsillos.

Como uno de los deportes nacionales en cualquier país es despistar a la policía, hay en la red una serie de mitos en torno a los trucos que uno puede usar para que no le pillen in fraganti. La mayoría de los conocidos, comer caramelos de menta, lavarse los dientes con binaca, etc., no funcionan. Hacer ejercicios violentos, o cualquier tipo de hiperventilación, rebaja la tasa alcohólica medible, pero ningún poli instruido nos va a dejar hacer genuflexiones o subir escaleras antes de la medición. Por el contrario, y como parece lógico, contener la respiración sube la medida. Un truco químico-físico eficaz, pero difícil de ejecutar en tan atribuladas condiciones, sería meterse en la boca un trozo de una plantilla Devor-Olor. El carbón activo (carbón finamente pulverizado) en ella existente es capaz de absorber cantidades sustanciales de alcohol que no pasarían al detector.

Así que la cosa está cruda. Si bebes no conduzcas o búscate un chófer. Con razón, uno de mis amigos de la bola, que ha sido Jefe gordo en política, dice que lo único que echa en falta, ahora que ha pasado a la condición general de mortal, es no disponer de chófer que satisfaga sus pretensiones de desplazamiento a cualquier hora y condición alcohólica.

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domingo, 28 de septiembre de 2008

Hogueras y fuegos artificiales

En una entrada de enero de 2007, me enrollaba, quizás en demasía, con el asunto de la pólvora, los fuegos artificiales y otros artefactos pirotécnicos, poniendo el énfasis en mis primeros juegos de alquimista en ciernes y explicando, posteriormente, la Química que hay debajo de los mismos. Desde entonces, no he recibido queja alguna de otro de los Premios Euskadi de Investigación que llena la Agenda de contactos de mi Mac, el dilecto Profesor Goñi, mencionado en la entrada, y que amén de bioquímico de prestigio, es un experto pirotécnico de talla internacional. Así que la información allí contenida la doy por buena y el que quiera releerla, despues de esta entrada, para estar más enterado, sabe que la cosa debe ser bastante aproximada a la realidad. Pero el asunto de hoy es otro: los fuegos artificiales tienen también que hacer su aggiornamiento (Juan XXIII en el Vaticano II dixit, aunque algunos Roucos no le hayan hecho ni puto caso), adaptándose a los tiempos actuales, en los que el que no es verde o ecológico va camino del desastre absoluto.

En la entrada arriba mencionada se destacaba el papel de los percloratos en cualquier ingenio pirotécnico. Los percloratos actúan como una fuente suplementaria de oxígeno, el comburente o sustancia que favorece la combustión, oxígeno que necesitamos para quemar lo que ponemos en el artefacto, provocando así humo y colores. El caso es que, en los últimos tiempos, se han ido acumulando pruebas de los efectos nocivos de los percloratos en la salud humana, particularmente en el funcionamiento de la glándula tiroides.

Para más problemas, en la preparación de los dispositivos pirotécnicos, hay una tendencia generalizada a poner un exceso de perclorato para evitar posibles fallos en el clímax del lanzamiento. Y, muchas veces, ese exceso no se quema, con lo que acaba contaminando ríos, lagos y mares. Hay estudios, hechos en lagos americanos próximos a exhibiciones anuales de fuegos artificiales, que demuestran que, en las 14 horas subsiguientes a la exhibición, la concentración de percloratos en el agua es mil veces superior a la media, necesitándose entre uno y dos meses para volver a la normalidad. El Alcalde de despejada cabeza que nos gobierna en esta ciudad debiera leerme, e incluir estos aspectos en el programa electoral que busca su enésima reelección. Ello daría trabajo a algunos de mis colegas especialistas en el análisis de aguas y evitaría que La Concha, cada agosto y durante siete días, se llenara de percloratos y otras lindezas, en una ciudad cuyo Consistorio se las da de verde....

Como consecuencia de todo lo que antecede, hay hoy en el mundo varios grupos de investigación trabajando en la eliminación de los percloratos como elemento fundamental de los fuegos artificiales. No deja de ser curioso que los programas que financian estas investigaciones vengan, por un lado, de la mano del Departamento de Defensa de los EEUU (y, particularmente, de su Marina, que usa muchos de estos ingenios por razones de seguridad) y , por otro, del Grupo Walt Disney que, con mucha vista, se ha querido adelantar a que le saquen los colores gente que va divertirse a sus espacios cerrados, donde se producen quemas abundantes de material pirotécnico.

Porque no solo están los percloratos. Para conseguir la gama de colores que vemos en una exhibición, se emplean sales de estroncio, sodio, bario, cobre y en algunos sitios, donde estas actividades están menos reguladas, se siguen empleando sales de mercurio y de plomo. Las alternativas que la Química está proponiendo para estas sustancias pasan por cosas tan extrañas a un profano como los bistetrazoles o las bistetrazolaminas. En el ámbito militar, el nuevo compuesto que parece gustarles es la nitrocelulosa o nitrato de celulosa, un viejo conocido de este Blog.

Pero buscando información sobre el tema de los artefactos pirotécnicos y sus efectos medio ambientales, he topado con un asunto adicional. En muchos actos festivos, a lo largo y ancho del mundo, los artefactos pirotécnicos se combinan con hogueras o fuegos que las gentes encienden con los motivos más peregrinos. En España se identifica fuego con Fallas, noches de San Juan o similares, pero en Inglaterra, la noche del 5 de noviembre es la BonFire Night, un crepúsculo en el que miles de hogueras y artefactos pirotécnicos iluminan a los súbditos de su Majestad Británica, recordando un hecho histórico acontecido a principios del siglo XVII.

Existen una gran variedad de documentos sobre la emisión de dioxinas (la bestia parda de los no partidarios de la incineración como tratamiento de basuras) en este tipo de eventos. En el año 1997, la Environmental Agency inglesa publicó un estudio sobre la cantidad de dioxinas emitidas en las celebraciones del Millennial en Londres que, según ellos, equivalían a las emisiones durante 120 años de una planta de incineración de la zona. Tengo referencias que rebajan esa cifra en 10-20 veces lo que, aún y así, no es una guasa. Tengo otras referencias, como un artículo del año 1998 de la revista Chemosphere, que descarta que sean los fuegos artificiales los causantes de esas altas dosis de dioxinas y furanos, pasando la pelota al tejado de las hogueras. Desde entonces, esa idea parece haberse afianzado en la literatura.

Así que voy a tener que poner en revisión una frase que mi suegro atribuía al modo de vida de la etnia gitana: "Mas vale morir de humo que de frío". Y puestos a elaborar una teoría, tipo brindis al sol, podría proponerse que una de las causas más probable de muerte de los cavernícolas que nos han precedido en el transcurrir de los tiempos, aparte de un golpe en la cabeza propinado por un congénere, pudieran ser cánceres provocados por el elevado contenido en dioxinas de las cavernas en las que subsistían gracías a las fogatas que les iluminaban y les calentaban.

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viernes, 19 de septiembre de 2008

Castor oil

La primera vez que oí el término castor oil fue cuando, hace muchos años (finales de los setenta, nada menos), mi Director de Tesis me largó una especie de monografía sobre poliuretanos. De forma tangencial, en un apartado casi olvidable, se hacía mención a ciertos poliuretanos en cuya formulación participaba el mencionado aceite. Mis menguados conocimientos de inglés de la época (ahora poco más) me hicieron traducir castor oil por aceite de castor, entendiendo que los citados animalitos exudarían alguna sustancia oleaginosa de la que yo nunca había oído hablar. La vergüenza que tuve que pasar, meses más tarde, en una conversación con una persona que conocía perfectamente el origen del citado aceite, es de las que se te quedan grabadas para siempre en la memoria y te hacen enrojecer cuando la recuerdas en la intimidad.

Porque castor oil es el término inglés para lo que en castellano llamamos aceite de ricino, un aceite derivado de las semillas, en forma de alubia, de la planta conocida botánicamente como Ricinus communis. El aceite que de esas alubias se deriva es una mezcla de grasas o triglicéridos, sustancias que surgen de la reacción de determinados ácidos grasos con la glicerina. En el caso del aceite de ricino, más del noventa por ciento de las grasas provienen de un ácido graso concreto, el ácido ricinoleico, mientras que el resto se derivan de otros ácidos grasos bien conocidos como el oleico o el linoleico.

El aceite de ricino forma pareja de baile con el aceite de hígado de bacalao, en la memoria de potingues que me administraron en mi tierna infancia. El segundo como fuente de vitaminas A y D (al menos en aquellas oscuras épocas) y el primero como laxante. Pero el aceite de ricino se usa y se ha usado para muchas cosas, incluida la preparación de determinados polímeros, su empleo en los primeros combustibles de aeromodelismo o la perversa aplicación diseñada por los Camisas Negras de Mussolini para cargarse opositores al régimen, a base de generarles diarreas severas con ingestas abundantes del aceitito en cuestión. Y, lo que a mi me interesa contar en esta entrada, el aceite de ricino, tan laxante él, es el componente fundamental de los sofisticados lápices de labios que pueblan los bolsos de nuestras chicas (mayormente).

El primer lápiz de labios comercializado lo fué en 1915, a partir de un colorante, la carmina, que surge de la cochinilla, producida por un insecto que se alimenta de cactus radicados en Méjico. Pero esos primeros lápices no eran indelebles o, lo que es lo mismo, marcaban todo lo que tocaban (algo que, digan lo que digan las grandes marcas, sigue sucediendo hoy en día, aunque en menor escala). Sin embargo, las cosas desde entonces han mejorado bastante. Hoy en día, una formulación clásica de un lápiz de labios lleva casi un 40% de aceite de ricino, un 20% de cera de abeja, un 10% de óxido de titanio, un 5% de colorantes y pigmentos y un 25% de otras cosas, que son las que más están cambiando en los últimos años, como consecuencia de las regulaciones existentes sobre ciertas sustancias que, como los ftalatos, han caído en desgracia por su nunca bien aclarada malignidad.

Es obvio que esta entrada contiene un aviso a navegantas. No me pasen mucho lápiz de labios al tracto digestivo manejando la lengua. Pueden acabar visitando con asiduidad los iconoclastas productos cerámicos del Sr. Roca.

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domingo, 7 de septiembre de 2008

Acrónimos

Quien hoy no pone un acrónimo en su vida está perdido, sea político, científico, sociólogo, periodista, médico o alto directivo. Yo mismo, a mi pesar, me muevo en un mundo de acrónimos, cuyo origen a veces ni recuerdo. Los que fiscalizan mi Curriculum Vitae a la búsqueda de cómo añadirme o quitarme unos euros en un proyecto, se encuentran con que mis pasadas aventuras de investigación llevan denominaciones tan curiosas como Nanotron, Nanohybrid, Mediodia, Polyprop o Napoleon (este último me encanta y lo pongo en la lista aunque no tengo todavía muy claro si, en su entorno, haré alguna contribución o no). No voy a aburrir a mis lectores con lo que significa cada letra de cada acrónimo, entre otras cosas porque algunas son algo chuscas. Aquí voy a hablar de acrónimos que creo que van a sonar en el futuro mundo del automóvil.

En algunas de sus conferencias, el dilecto Profesor Etxenike suele relatar una serie de frases de gente famosa en la que se demuestra la dificultad inherente a cualquier predicción futura. Esa dificultad cristaliza en otra fase que él suele recordar, debida a Niels Bohr, el padre del modelo atómico más intuitivo al común de los mortales, que decía que "uno no debería hacer predicciones, sobre todo sobre el futuro".

En mi ya algo dilatada vida profesional como oscuro científico he podido comprobar que nada más alejado de la realidad que las predicciones, y tanto más cuanto más largo es el margen de tiempo al que se refieren. No me fío un pelo de las predicciones sobre la evolución del Universo, cuyo ámbito temporal se extiende a los miles de años. Ni me fío de las predicciones sobre el cambio climático o las reservas de petróleo. Por no fiarme, no me fío sobre el tiempo que hará en Bilbao el próximo domingo y que condicionará la vestimenta con la que asistiré al cumpleaños número dieciocho del sobrino al que patrocino su velero.

En el ámbito de los coches del futuro, hace veinticinco años me quemé las pestañas (entonces si que era difícil obtener información de algo) tratando de aclararme sobre el metanol como fuente de energía alternativa. Hace quince años, los coches eléctricos eran la clave. Hace cinco, nos vendían los coches a base de hidrógeno como algo que sería habitual en el 2010. Pero nada de eso parece asentarse definitivamente.

Así que puestos a hacer predicciones, que raras veces funcionan, voy a hacer la mía. Si me equivoco, sólo pasaré a engrosar una nómina que tiene nombres mucho más relevantes que el mío. En lo que nuevos autos se refiere sigan la pista del acrónimo PHEV. Se deduce del término Plug-in-hybrid-electric vehicles, vehículos eléctricos híbridos enchufables. Se trata de automóviles que llevan un motor convencional de gasolina acompañado de unas baterías de litio recargables, similares a las de los móviles pero a lo bestia. Esas baterías pueden cargarse cuando el vehículo está usando el motor de gasolina o, sencillamente, enchufándolas a la red. Cuando el vehículo funciona en un régimen de bajas revoluciones (en una ciudad) el motor de gasolina se apaga y uno anda gracias al motor eléctrico, de forma parecida a como lo hacen los buggies que se emplean en los campos de golf. Esto no es una quimera. General Motors, a través de su filial Chevrolet, va a lanzar en serio el Chevy Volt, que va a ser el primer PHEV comercial.

Si al acrónimo le quitamos la P nos queda HEV, hybrid-electric vehicles, una realidad palpable en forma de vehículos como el Pryus de Toyota o el Civic de Honda que ya usa la Policía Municipal del cortijo de mi Alcalde. La diferencia es que éstos no son enchufables. Sus baterías eléctricas se recargan mientras funciona el motor de gasolina o, simplemente, frenando. Con esas baterías cargadas y en requerimientos por debajo de los 50 caballos de potencia, el motor eléctrico funciona hasta que se le acaban las pilas, en un proceso ecológico hasta las cachas. Parece bastante claro que la mayoría de las apuestas HEV de los grandes fabricantes pasarán a ser PHEV en cuanto que las baterías de litio disponibles sean las adecuadas para los requerimientos de los conductores.

Así que el que vaya a cambiar de coche en este inmediato futuro en el que los fabricantes casi nos regalarán los vehículos, por aquello de la crisis que nos corroe, deberá andar al loro con los acrónimos que pueblan las partes traseras de las carrocerías. Aunque habrá que analizar cómo conseguimos la energía eléctrica necesaria para cargar las pilas a nuestros PHEVs. Lo que no es una cuestión baladí.

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