lunes, 14 de mayo de 2007

Cuñados al alimón

Oscar Martínez Azumendi y el Búho
Los sufridos lectores que siguen aguantando este experimento, que se está convirtiendo ya en una impertinencia crónica por mi parte, conocen que tengo un cuñado psiquiatra de prosa fácil y documentada, como bien demostró en otra entrada en la que nos deleitó con el litio, el agua de litines y el 7Up. Negurítico (algún defecto tenía que tener) aunque del ala crítica, mi cuñadísimo es uno de los pocos galenos que conozco que no dispone de consulta privada, lo que permite emplear muchas tardes en sus variados hobbies. Uno de ellos es el coleccionismo de todo tipo de artilugios, anuncios, objetos, artículos o revistas que tengan que ver, incluso tangencialmente, con su profesión. Como consecuencia de ello, me ha dejado leer recientemente un borrador de un artículo para una revista en la que colabora y que ha basado en una interesantísima serie de datos, fotografías y etiquetas relacionadas con la fraudulenta circulación de derivados alcohólicos durante el conocido período de la Ley Seca en Estados Unidos. Y como lo que importaba en esos productos era su contenido en etanol y el etanol es uno de los productos químicos que más incidencia tiene en nuestras vidas, creo que la entrada 99 bien se merece un ejercicio al alimón de ambos cuñados para tratar de escribir algo interesante sobre él.


Todos sabemos que el etanol, alcohol etílico (o simplemente alcohol para la mayoría de los mortales), ha sido el componente esencial de la mayor parte de los líquidos intoxicantes socialmente aceptados. La fermentación de carbohidratos contenidos en muchos vegetales, en la miel, en cereales como la cebada o en zumos de frutas como los obtenidos de las uvas, produce el aguamiel, la cerveza o el vino donde, lo que finalmente obtenemos, son disoluciones acuosas en las que el etanol es el componente mayoritario aunque vaya acompañado de otros muchos compuestos químicos. Algo más sofisticado que la pura fermentación es el proceso de concentrar los productos finales de esta mediante la destilación (ver la entrada 63), para obtener así mezclas con más alcohol y menos agua, proceso que se suele atribuir de manera formal al alquimista del siglo VIII Jabir ibn Hayyan, aunque existen precedentes peor documentados en épocas anteriores. Hoy en día, el etanol puro también se produce industrialmente en plantas petroquímicas a partir de un gas ya conocido en este blog: el etileno.

Hay diferentes maneras de expresar el contenido en alcohol de una bebida alcohólica. El más usado en Europa es el tanto por ciento en volumen de alcohol. Y así una botella normal de vino, que suele contener del orden de 700 mililitros de delicadas esencias de nuestras uvas, suele tener un contenido alcohólico de un 12% en volumen, lo que quiere decir que al soplarnos una botella nos estamos metiendo al coleto la friolera de 84 mililitros de etanol. Y mejor no hablar de cosas destiladas como un güisqui escocés que anda por un 43% de alcohol en volumen. Los americanos, que son siempre más reacios al sistema métrico europeo siguen empleando en sus bebidas alcohólicas el llamado proof que aproximadamente es dos veces el contenido de alcohol en volumen. Y así, un Bourbon clásico como el Classic Cask de las destilerías Kentucky Bourbon se vende como un 90,8 proof, lo que quiere decir que tiene más o menos un 45,5% de alcohol en volumen.

El caso es que aprovechando la prohibición durante la Primera Guerra de utilizar cereales para la destilación de licores, la Enmienda XVIII a la Constitución y el Acta Volstead hicieron que a partir de 1920 se prohibiera la “elaboración, venta o transporte de licores intoxicantes” (cualquier bebida con más de un 0,5 % de graduación alcohólica) en todo el territorio de los Estados Unidos, si bien no se hacía referencia a la compra, posesión o consumo de alcohol (lo que permitió algunas excepciones en relación con producciones caseras de pequeñas cantidades de vino para uso personal en el ámbito privado). Se estima que durante los 13 años que duró el “noble experimento”, como también fue denominado el periodo, el consumo de alcohol se redujo en alguna proporción y todavía se debate si el experimento funcionó o no. Aún así, una de sus consecuencias mejor conocidas fue el incremento y desarrollo del crimen organizado, perpetuado en el imaginario social gracias a novelas y películas sobre personajes ya míticos como el criminal mafioso Al Capone o Eliot Ness y sus intocables. Ellos han quedado como los protagonistas en exclusiva, unos empeñados en proveer de alcohol el reseco mercado americano y los otros encargados de evitarlo. Las destilerías clandestinas controladas por los gángsteres, proveían de licores de mejor o peor calidad los innumerables “Speakeasies” (tabernas encubiertas) a las que se accedía y bebía con discreción para evitar la intervención de los Federales.

Pero además existieron otros personajes y recursos legales desde donde distraer otras cantidades alcohólicas de mayor o menor importancia, siendo de hecho el “alcohol legal” una de las principales fuentes de “alcohol ilegal”. El alcohol, como principio químico, ha sido siempre necesario para una importante variedad de industrias (cosméticos, cuero, tintes, textiles sintéticos, anticongelantes…) y a pesar de ser desnaturalizado con diversas sustancias, más o menos tóxicas, su contrabando para el consumo humano alcanzó importantes proporciones, con desafortunadas consecuencias para la salud en muchas ocasiones. Otra fuente legal de bebidas alcohólicas era el vino sacramental para la celebración de los ritos de diversas religiones que fue expresamente excluido de la prohibición, siendo fácil presuponer los abusos si consideramos el incremento de 800.000 galones (más de 3 millones de litros) observado en solo dos años, los que van entre 1922 y 1924.

Pero la estrategia legal que nos interesa aquí tiene otros actores más cercanos profesionalmente al psiquiatra y al químico que os asolan. Se trata de la autorización para recetar alcohol, incluso en forma de güisqui, que la ley concedía a los médicos si su indicación se justificaba con fines terapéuticos, pudiendo ser entonces dispensado en las oficinas de farmacia. Aunque en el mismo Acta Volstead se imponían estrictas limitaciones a la cantidad de alcohol a recetar, esta práctica fácilmente podía verse sujeta a abusos en el afán de conseguir la “medicina de fuego”. Se calcula que, sólo en 1928, los médicos recibieron 40 millones de dólares por este tipo de prescripciones, a las que habría que añadir todas las falsificadas que llegaban igualmente a las oficinas de farmacia, algunas de ellas incluso cerradas temporalmente por violación directa de la ley (véase el testimonio gráfico de la cabecera de esta entrada, a la izquierda).

A pesar de los esfuerzos actuales de las compañías vitivinícolas para convencernos de las salutíferas propiedades de sus productos tomados de forma regular y moderada, lejos quedan los días en que el alcohol, bajo diferentes presentaciones, ocupaba un lugar de cierta importancia en la farmacopea habitual (incluida su todavía reciente indicación hospitalaria como magnífico preventivo del delirium tremens). Por este motivo no está de más recordar sus usos e indicaciones en las farmacopeas estándar de la época- donde, sin referirnos a otras múltiples utilidades en forma tópica, encontramos desde la “debilidad gástrica” del anciano a la tisis por favorecer la digestión, del delirium tremens a las fiebres e inflamaciones, algunas formas de vómitos como los producidos por el embarazo así como el insomnio o el sonambulismo. En grandes dosis sostendría el sistema nervioso tras picaduras de insectos o mordeduras venenosas de serpiente, de igual forma que tendría utilidad en pleuresías, neumonías, exantemas, cólera o tétano traumático. Aún más puede llamarnos la atención el diferente perfil terapéutico de los diversos compuestos alcohólicos, reconociéndose al brandy como tónico y estomacal, el ron como calorífero y sudorífico, mientras que ginebra y güisqui serían diuréticos. Este último (en su acepción americana whiskey o su sinónimo whisky), bajo una más académica y grave denominación como “Spiritus Frumenti”, a pesar de su proverbial utilidad sobre heridas por sus efectos antisépticos y estimulantes (bien explotada cinematográficamente a la hora de improbables extracciones de balas y flechas), sin embargo no parecía alcanzar el nivel de refinamiento terapéutico que el más sofisticado “Spiritus Vini Gallici” (Brandy) ofrecía: “Aun siendo menos agradable y eficiente que el brandy, y difiriendo considerablemente en sus acciones, …el whiskey ha pasado a ser empleado de forma casi universal por su bajo precio y relativa inexistencia de adulterantes. Estriñe menos, pero es más proclive a dañar el estómago y producir afecciones gástricas, hepáticas y renales“. Otras acepciones latinizadas para bebidas comunes serían el “Spiritus Juniperi” para la ginebra, los “Vinum Album y Rubrum”, “Xericum” para el Jerez o “Vini Portense” para el Oporto. Todos ellos candidatos a ser prescritos de forma diferenciada.

Durante los primeros meses de la entrada en vigor de la Ley, una receta médica habitual podía servir para la prescripción de estos preprados, aunque bien pronto se vio la necesidad de imprimir otras específicas que pudieran controlar mejor la dispensación y evitar el fraude, garantizando asimismo una más estricta fiscalización económica de las ventas. En los 13 años que duró la Ley Seca se emitieron al menos 5 tipos diferentes de estas recetas a cargo del Departamento del Tesoro, exceptuando algún Estado como Texas que editó las suyas propias. El primer y más sencillo modelo incluía la prescripción y dosis junto a los datos de la persona para quien se extendía, reservando la esquina inferior izquierda para la cancelación de la receta por la farmacia expendedora. Cabe resaltar que parecía presuponerse que el paciente candidato al tratamiento alcohólico sería varón, reservándose un espacio para anotar “su domicilio” en masculino (“his” en inglés). Revisiones posteriores añaden un espacio para señalar expresamente la farmacia donde tenía que retirarse el alcohol, así como eliminan la referencia al género del paciente. Progresivamente mejora tanto la estética como calidad técnica del papel y la impresión para evitar fraudes. Se añade un cuño en la parte posterior por el que se certifica, con la firma del médico, que se está al cuidado del paciente que necesita la prescripción para su correcto tratamiento.

En 1928, la “Prescription Blank – Nacional Prohibition Act” pasa a denominarse “Prescription Form for Medicinal Liquor”, ampliándose con un original y un duplicado para la farmacia, además de quedar en poder del médico las correspondientes matrices donde se conservaban los principales datos de la receta y el padecimiento para el que extendía, que de acuerdo con las amplias indicaciones arriba enunciadas podía ir desde un constipado o embarazo a la gripe o senilidad. El paciente llevaba original y duplicado a la farmacia, que enviaba el primero de ellos a las oficinas gubernamentales y archivaba la copia ante la eventualidad de una inspección de la Policía Federal, hábito que ha permitido la conservación de un gran número de documentos de este tipo para deleite de coleccionistas como el cuñado del Búho. Sin duda, demasiados cambios y requerimientos que apuntan a la existencia de disfunciones que intentaban corregirse.

Resulta también interesante comprobar que los enfermos de la época resultaban igualmente refinados a la hora de elegir un determinado tratamiento, con lo que cualquier bebedizo genérico, aún destilado con las máximas garantías de pureza química y bioequivalencia alcohólica, no podría competir con marcas registradas y añadas específicas. De esta forma, H. W. Williams, drogueros distribuidores y mayoristas de Fort Worth en Texas con los oportunos permisos federales y estatales, anunciaban que: “ofrecemos… conocidas marcas de whiskey para uso medicinal en exclusiva… Especialmente llamamos la atención sobre la edad de nuestros whiskies. Por favor, tomen nota que algunos tienen 15 años en el momento de su embotellado… la mayoría por la destilería original” y seguían los precios, vigentes hasta julio de 1926, de conocidas marcas como Old Crow, Jack Daniel o Kentucky Tavern, marcas que ocasionalmente llegaron a especificarse incluso en las recetas.

Junto a los drogueros, los farmacéuticos se incorporaron a la cadena del suministro, no sólo como proveedores de bebidas espirituosas, sino haciendo sus propias preparaciones “galénicas” de alto contenido alcohólico que se incluían así en tan particular vademécum. Si hasta este momento nos hemos estado refiriendo a la prescripción médica y dispensación farmacéutica de licores que hasta la Prohibición eran accesibles en cualquier bar o taberna local, algunos farmacéuticos emprendedores supieron ver el potencial de ventas que formulaciones de alta graduación alcohólica podría tener para un mercado sediento. Raffaele DeAngelis (1876-1970) fue el propietario de una de las primeras farmacias en Rhode Island que se dedicaba en exclusiva a las fórmulas magistrales. Alcanzó cierto renombre siendo apodado “Don” de manera acorde a su procedencia italiana de la que sin duda se sentía orgulloso, redactando en inglés e italiano las artísticas etiquetas de sus productos que hizo igualmente imprimir en Italia. Fundó la Chemical Industrial Co., patentando diversos remedios en el campo de la medicina. Uno de ellos, la “Ferro China De Angelis” cuya etiqueta se muestra, se trataba de un aperitivo-digestivo de tipo “bitter”, muy similar a nuestro más conocido Calisay, elaborado con corteza de Calisaya de donde se extraía la quinina. Para salvar la prohibición, el producto se comercializaba con el aviso de uso medicinal en exclusiva aunque, suministrado en botellas de 0,86 litros con 23,75 % de alcohol, era sin duda un serio candidato igualmente a otro tipo de usos. Reconocido como uno de los primeros en patentar un compuesto a base de citratos como antiácido, resultan curiosos otros de sus productos como el “Wisckey” o “color artificial para bebidas no-alcohólicas” y los licores “Crema Caffe”, “Maraschino” o “Vittoria”, todos ellos “Preparato in Famiglia con i puri estratti”.

Finalmente, la enmienda XXI derogó la ley en 1933, la primera vez que una enmienda deroga a otra anterior. Eran muchas las voces “mojadas” que se alzaron en contra de la Ley y en defensa de las libertades individuales, aunque sin duda la derogación se consiguió igualmente en búsqueda de la financiación derivada de los impuestos al licor. La salud era una de las áreas candidatas a costear con este dinero y así fue explotada publicitariamente por los productores de bebidas. Como ejemplo, el de una revista del gremio que, justo después del levantamiento de la prohibición, contaba la manida historia del feliz niño que jugando a la pelota es atropellado por un pesado camión cuando se lanza a la calzada a recogerla. “Si no fuera por las bebidas alcohólicas, Johnny hubiera vivido toda su vida como un desamparado lisiado. Gracias a los ingresos derivados de los impuestos sobre los licores, sin embargo el Estado ha sido capaz de construir y mantener un gran hospital justo para casos como estos”. Puntos de vista, sin duda.

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