viernes, 21 de julio de 2006

Gigantes y enanos

Desde hace unas semanas estoy volviendo a releer con tranquilidad “El sistema periódico” un libro de Primo Levi (1919-1987) que devoré hace unos seis años en una versión inglesa y que luego presté a algún amigo desmemoriado que me ha dejado sin él. Ahora, una amiga me ha prestado la cuidadosa traducción de Carmen Martín Gaite de la primera edición de 1975, publicada en castellano en 2004 por El Aleph. Gracias a ese préstamo estoy volviendo a disfrutar de la prosa rebuscada y delicada, de la ironía entre acerada y cariñosa propia de alguien que, como este judío turinés, sobreviviente de Auschwitz, escritor y antifascista reconocido, está de vuelta de todo y al que sólo importa lo que realmente debe importar. Lo que no tanta gente sabe es que tanto antes de Auschwitz, en el propio campo como después, Levi fue un químico apasionado por descifrar la materia, con un curioso curriculum de aventuras y desventuras en las empresas por las que pasó y que, magistralmente, recrea en el libro en cuestión.

Hay muchas cosas de ese libro que reproduciría en esta entrada, porque me identifico con muchas de las posturas que sobre la ciencia y la vida Levi mantenía. Quizás la que me viene más al pelo para este blog es el pasaje en el que Levi cuenta un encuentro con un antiguo compañero de estudios de Turín, de nombre Cerrato, al que vuelve a ver de nuevo tras muchos años de no saber nada de él. Sus consideraciones podrían ser mi propia declaración de intenciones del blog.

Primo Levi hace saber a Cerrato que está tratando de escribir un libro (se trata de “El sistema periódico”) y que le gustaría contar con su colaboración para poder disponer de experiencias personales de químicos (las cursivas son ya el texto de Levi), “experiencias que quería exhibir en el escaparate de un libro, por ver si conseguía inculcar en los profanos el sabor fuerte y amargo de nuestro oficio que es además un ejemplo particular, una versión más esforzada del oficio de vivir. Le dije que no me parecía justo que el mundo lo supiese todo acerca de cómo viven el médico, la prostituta, el marinero, el asesino, la condesa, el romano antiguo, el conspirador y el habitante de Polinesia y que no supiera nada de nosotros, los transformadores de la materia. Pero en ese libro iba a prescindir deliberadamente de la Química con mayúsculas, la Química triunfal de instalaciones colosales y adulteraciones vertiginosas, porque los avances de nuestra Ciencia son una obra colectiva y, por consiguiente, anónima. A mí me interesaban más las historias de la química solitaria, indefensa y a pie, a la medida del hombre, que ha sido la mía, salvo escasas excepciones. Pero también ha sido la química de los fundadores, que no trabajaban en equipo sino ellos solos, en medio de la indiferencia de su tiempo, generalmente sin retribución económica y enfrentándose a la materia sin ningún tipo de ayuda, a base de manos y cerebro, de razonamiento y fantasía”.

Levi parece decantarse aquí más por los trabajadores de la ciencia (los enanos) que por las grandes mentes (los gigantes, a espaldas de los que parecemos cabalgar los enanos en nuestras minúsculas contribuciones al avance científico). Probablemente es un debate eterno y estéril, en el que se contrapone a las mentes preclaras, que han provocado las grandes mutaciones en la forma de ver la materia, con los millones de hormigas de laboratorio o de lápiz y papel que han tratado de que las cosas encajen en un multitudinario rompecabezas en el que hay piezas que parecen faltar, piezas que parecen repetirse, experiencias que no se entienden, modelos que no funcionan. Gigantes y enanos son actores de una obra en la que, cuando todo parece encajar, resulta algo único e irrepetible. Pero probablemente no sea así.

Aunque podemos pensar que nada sería igual hoy sin las contribuciones de Einstein, también podemos pensar en las decenas de Einsteins potenciales que se habrán perdido sin dejar huella, merced a los avatares de un mundo complejo, y con cuyas contribuciones quizás nuestro avance hubiera circulado por un camino distinto. Lo que no tiene discusión es que también estos gigantes perdidos hubieran necesitado de milllares o millones de enanos anónimos que ejecutaran sus experimentos o teorías antes de trasladar al ciudadano normal los logros implícitos en sus avanzadas ideas.
Disquisiciones aparte, el caso es que el amigo de Levi no le falló y en un posterior encuentro le relató una curiosa historia en la que él se vio envuelto en la empresa de películas fotográficas para aparatos de rayos X en la que trabajaba. Historia que sólo pudo resolver gracias a su tozudez, a la disciplina de una metodología científica que su vida profesional había ido depurando. No voy a reproducir en cursiva ese pasaje o me denunciará la editorial El Aleph. Pero voy a relatar un caso en el que me he visto envuelto recientemente y que, seguro, hubiera encantado a Levi tanto como el de su amigo Cerrato.

En los últimos años hemos adquirido para nuestro Grupo tres dispositivos basados en balanzas muy sensibles (en torno a la diezmilésima del miligramo) que nos permiten seguir cómo se va absorbiendo un gas como el oxígeno o un vapor de agua u otro líquido orgánico en un pequeño trozo de un plástico cualquiera. Colgamos el trozo de uno de los brazos de la electrobalanza, lo aislamos en un recinto a alto vacío y dejamos entrar en ese recinto al gas o al vapor. Este comienza a ser absorbido por el plástico que comienza a pesar más y más hasta que alcanza un peso constante. Decimos entonces que el gas y el plástico han alcanzado el equilibrio en el interior del recinto. La curva que representa la progresiva subida de peso frente al tiempo tiene la pinta de la que veis aquí abajo.
El mayor o menor tiempo necesario para alcanzar el peso de equilibrio es importante porque nos da una idea de la velocidad a la que el gas o vapor se mete por todo el interior del plástico. Nosotros, más finos y rebuscados, hablamos de una mayor o menor difusividad del gas o vapor en el sólido. Este tipo de experimentos nos vienen bien para saber, por ejemplo, si el gas que siempre hay en una bebida carbónica (CO2) se escapará más o menos rápidamente a través de las paredes de las botellas que la contengan.

El caso es que todo iba bien hasta que un día pusimos como muestra a investigar un caucho de poliepiclorhidrina, una cosa blandita como un chicle. Además estábamos interesados en usar como vapor el del cloroformo. Para nuestra sorpresa la curva de ganancia de peso que obteníamos era muy diferente a la que acabo de mostrar. La masa crecía hasta un punto, pero en lugar de estabilizarse como arriba, empezaba después a descender de manera muy lenta, pareciendo tender a un peso de equilibrio de manera casi asintótica. Tan mosqueados andábamos mi estudiante de Doctorado y yo mismo que, tras una serie de experimentos en los que el fenómeno se repetía, decidimos esperar hasta constatar que el equilibrio realmente se alcanzaba. Eso nos supuso más de dos meses de espera, con la consiguiente monopolización de una de las balanzas y el cabreo del resto del Grupo, que tenía otras muestras para pasar por las balanzas (menos mal que en aquel tiempo teníamos una segunda para calmar los ánimos).

En el entretanto perdimos horas de discusión y de búsqueda de comportamientos similares en la literatura.
Gracias a algunos artículos que hablaban de pasada del fenómeno (al que se denominaba overshoot) algo pareció abrirse camino en nuestro despiste. Un colega madrileño nos aventuró la hipótesis de que el cloroformo era un vapor muy ávido por nuestro polímero, entraba en él como un elefante en una cacharrería, pero una vez terminada esa entrada turbulenta (y que correspondería al máximo alcanzado), las cadenas de polímero, perturbado su equilibrio por el intruso, decidían que aquello era demasiado y que no podían admitirle más allá de un cierto límite. Gracias a su carácter elástico y a su capacidad de moverse, por aquello de ser un caucho, mediante un proceso que los físicos llaman de relajación, las cadenas se acomodaban buscando una nueva situación de equilibrio, expulsando a parte del cloroformo de su seno, con lo que el peso registrado por la balanza iba bajando poco a poco. Como los procesos de relajación son lentos, nuestra malhadada experiencia se dilataba mucho en el tiempo. Para confirmar su hipótesis, nuestro amigo madrileño nos recomendó subir la temperatura del experimento sobre la base de que la relajación se verificaría más fácilmente y el tiempo a esperar para alcanzar el equilibrio acabaría acortándose. Se hicieron los experimentos y la hipótesis se corroboró. Así que mi estudiante y yo nos quedamos tranquilos, publicamos un par de papers sobre el sistema y la paz reinó otra vez en el laboratorio.

Pero algún tiempo más tarde, otra estudiante observó el mismo efecto mientras trabajaba con una poliamida a la que ponía en contacto con anhídrido carbónico, CO2. La cosa nos dejó speachless. A diferencia del polímero anterior la poliamida era un sólido rígido hasta temperaturas 100-150º por encima de la que estábamos empleando, así que de capacidad de relajarse nada. Además, el CO2 no tiene la más mínima avidez por entrar en ese polímero. Algo se absorbe, pero en cantidades que solo podemos detectar gracias a nuestra superbalanza. Con lo que poco podía incordiar a las cadenas. Y, éstas, aunque algo molestas, poco podían hacer para eliminar al intruso.
De nuevo perdimos horas y horas en experimentos incomprensibles y dispares, en discusiones interminables buscando una hipótesis alternativa a esta nueva realidad experimental. De hecho, la estudiante casi llegó a renunciar al empleo de la técnica en su Tesis. Hasta que, tras algún otro caso con polímeros distintos en los que se veían comportamientos similares, la propia estudiante apareció un día en mi despacho con cara de eureka. Todos los polímeros que daban comportamientos de ese tipo tenían la característica común de ser bastante hidrofílicos. De hecho, nuestra poliamida sabíamos que cogía bastante agua de la humedad ambiental dejándola un tiempo en el laboratorio sin protección alguna. ¿Tendría algo que ver esa capacidad de captar humedad?. Y si así fuera, ¿cómo explicar el dichoso overshoot?.

Pronto vimos que habíamos dado en el clavo. Secando exhaustivamente las muestras de nuestra poliamida a vacíos extremos y con el concurso del calor, el overshoot desaparecía. La explicación también era sencilla. Cuando la muestra, con su pequeña carga de agua que quizás había captado del ambiente en nuestros manejos previos a su introducción en la balanza, era expuesta en el interior de ésta a una atmósfera exclusivamente de CO2, éste entraba poco pero rápidamente en el polímero. Pero tras esa entrada, y como en el ambiente de la balanza el contenido en vapor de agua era nulo, el agua contenida en el polímero tendía a salir a ese ambiente, con lo que el polímero colgado perdía peso.


Quizás alguien que lea las líneas precedentes pondrá en cuestión si ha merecido la pena semejante derroche de energía mental, tiempo y dinero para resolver algo que no parece que vaya a aportar nada relevante al conocimiento de lo que es un fenómeno de absorción de un gas por parte de un polímero. Pero esto, amigos míos, es así. La tozudez extrema por querer comprender lo que ocurre es parte del juego en el que estamos metidos los que nos dedicamos a esto. Tozudez que, en virtud de la inmediatez de resultados que se está imponiendo en esta ciencia con toques de ingeniería financiera que nos ha tocado vivir, está bajando de intensidad. O al menos así me parece a mi, aunque puede ser que solo se trate de chocheces propias de la edad que me asola. En cualquier caso, mientras siga en esto, seguiré siendo un enano tozudo.

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