miércoles, 13 de marzo de 2024

El escuadrón del veneno

El ciudadano de frente despejada que veis situado en la fila de atrás de la foto, el tercero por la izquierda, se llamaba Harvey W. Wiley (1844-1930) y en 1902 había enrolado a doce jóvenes (en la foto, faltan dos), todos ellos varones americanos, blancos y de buena salud para emplearlos como cobayas en sus intentos de demostrar que muchos conservantes (sobre todo) y otros aditivos que se estaban utilizando en la incipiente industria alimentaria de los Estados Unidos, así como otras sustancias vendidas como “medicamentos”, eran nocivos para la salud humana. Los enrolados en este Escuadrón del Veneno (Poison Squad, como popularmente se les denominó en USA*), estaban obligados a desayunar, comer y cenar comida normal, pero la mitad del grupo lo tenía que hacer con alimentos deliberadamente contaminados (la otra mitad no) con el aditivo bajo estudio y por lo que recibían un estipendio de 5 dólares de la época al mes.

Aunque ahora pueda parecer que nuestros ancestros de esa época tenían una alimentación sana y “natural”, lo cierto es que desde mediados del siglo XIX, tanto en países europeos como Alemania o Gran Bretaña o en los Estados Unidos, era evidente que muchos proveedores de alimentos estaban usando prácticas que disminuían la calidad de los mismos y, en algunos casos, ponían en grave riesgo la salud de de los consumidores. Desde vender leche que previamente se había desnatado y a la que se había añadido agua (algo que en mi infancia recuerdo que mi madre denunciaba), como en el uso de compuestos de cromo o arsénico en la confección de golosinas coloreadas con ellos, lo que estuvo en el origen de varias muertes en Inglaterra. En esa época, charlatanes y boticarios vendían pretendidos fármacos como, por ejemplo, el que se ve en la foto de abajo, que contenía cocaína para aliviar el problema de los primeros dientes en los niños.

En 1878, el Wiley de la foto volvió a su puesto de la Universidad de Purdue (Indiana) tras un periodo sabático en Alemania donde, además de asistir a las conferencias de August Wilhelm von Hofmann, el descubridor de los derivados orgánicos del alquitrán, como la anilina, trabajó en el Laboratorio Imperial de Alimentos de Bismarck, lo que le hizo dominar el uso de instrumentos como el polarímetro, entonces en boga en el estudió de los azúcares. A su regreso, las autoridades sanitaria de Indiana le pidieron que analizara los azúcares y jarabes a la venta en el estado para detectar cualquier adulteración. Wiley publicó su primer artículo sobre la adulteración del azúcar con glucosa en 1881.

Al año siguiente, Wiley aceptó una oferta del Departamento de Agricultura americano (USDA) como responsable de su Unidad de Química, que estaba al cargo del estudio y control de muchos alimentos y empezó su particular cruzada en la que, además de buscar posibles adulteraciones en los mismos, propugnaba que los alimentos, las bebidas y los fármacos se etiquetaran verazmente para que el consumidor supiera lo que estaba comprando.

Tras organizar su equipo de trabajo, en 1887 la USDA publicó el primer examen detallado de productos alimenticios titulado Foods and Food Adulterants (también conocido como Boletín técnico nº 13). Revelaba, como era de esperar, que al analizar muestras de leche, los químicos del equipo de Wiley habían encontrado muchas veces un producto casi siempre diluido con agua y blanqueado con tiza para darle un aspecto menos sucio. Detectaron muchas bacterias nadando en la leche y, en algún caso, hasta gusanos en el fondo de la botella. Los hallazgos sobre otros productos lácteos fueron igualmente reveladores. Gran parte de la "mantequilla" que los científicos encontraron en el mercado no tenía nada que ver con un producto lácteo, excepto por el nombre ficticio que figuraba en la etiqueta del producto.

En los años siguientes hubo escándalos sonados que tenían que ver con otros alimentos y bebidas. Uno de los que más repercusión tuvieron en los medios fue la constatación de que algunos de los whiskys que se vendían eran auténticos timos. Se obtenían con alcohol obtenido por destilación de diversas fuentes, al que se añadían diversos colorantes y aditivos para simular el producto que se proclamaba en la etiqueta. Otro escándalo similar se produjo tras la guerra de Cuba entre Estados Unidos y España en Cuba, que terminó en 1898, cuando se hizo público el cabreo de la Marina americana por haber estado consumiendo unas latas de carne a las que, para preservarlas de su normal deteriorο, se añadía formaldehído. Dado que este producto, cuyos efectos tóxicos hoy conocemos bien, se empleaba y emplea para conservar cadáveres, el asunto pasó a la prensa americana bajo el término “embalmed beef” (carne embalsamada).

En mayo de 1902, Wiley consiguió que el Congreso americano le proporcionara una subvención de 5.000 dólares de la época para poner en marcha los ensayos con su “escuadrón del veneno”, sobre algunos aditivos que estaban causando alarma. Solo seis meses más tarde se inició el primer test, dedicado al bórax, que se estaba empleando como conservante de la leche y la mantequilla (en las casas no había aún frigoríficos eléctricos como los que ahora conocemos). A ellos siguieron otros como el formadehído ya citado, el ácido salicílico, la sacarina, de la que enseguida hablaremos, o el benzoato sódico.

Tras cada publicación de los resultados en los que, invariablemente, Wiley recomendaba la eliminación de esos aditivos a la vista de los efectos evidenciados en la muchachada del escuadrón, las industrias usuarias de los mismos le acababan llamando de todo. Pero, pese a todo, consiguió que, en 1906, el Congreso aprobara la desde entonces famosa Ley de Alimentos y Fármacos Puros (Pure Food and Drug Acta). Con ella en la mano, el Departamento de Wiley pudo emprender una labor más sistemática en la búsqueda de contaminantes y en el requerimiento de adecuadas formas de etiquetar los alimentos, bebidas y fármacos.

Todo ello gracias al apoyo del presidente Theodore Roosevelt (no confundir con otro presidente Roosevelt, el de la segunda guerra mundial) que le defendió a capa y espada. Sin embargo, al final del mandato de Roosevelt, las chispas saltaron entre él y Wiley como resultado de que este último propusiera a la USDA la prohibición de la sacarina, al entender que era un aditivo sin valor energético, derivado del alquitrán y que había causado algunos problemas a sus cobayas humanos. Pero el médico personal de Roosevelt le había recomendado sustituir el azúcar por sacarina, como forma de controlar sus problemas de sobrepeso y su incipiente diabetes. Podéis leer la atribulada historia de la sacarina en Estados Unidos en dos entradas sucesivas (y muy visitadas) que escribí en 2013 en el Blog del Búho, picando aquí y aquí.

Al principio, Roosevelt se rebeló contra las intenciones de Wiley, nombrando una Comisión de cinco miembros, entre los que estaba el descubridor de la sacarina (Ira Remsten) para el estudio de la propuesta. Pero pronto quedó claro que la Comisión no podía ser objetiva porque el propio Presidente se encargó de dejar claro en una de las reuniones que “quienquiera que piense que la sacarina es dañina es un perfecto idiota”. Así que la Comisión no se atrevió a aprobar su prohibición aunque, de manera suave y para satisfacción del lobby de los azucareros, indicó que no tenía valor alimentario y que, por tanto, no podía sustituir al azúcar sin hacer que los alimentos que lo contuvieran "perdieran calidad".

Tras el fin del mandato de Roosevelt, las cosas tampoco mejoraron para Wiley con el siguiente presidente (William H. Taft) así que el 15 de marzo de 1912, cuarenta años antes de que naciera este vuestro Búho, Wiley dimitió de su cargo. Pero, por encima de su problemática vida en la USDA, la historia americana le recuerda como el creador de la Pure Food and Drug Acta arriba mencionada, cuya aplicación evidenció la necesidad de la creación en 1927 de la actual Food and Drug Administration, la conocida y poderosa FDA americana que controla todo lo que tiene que ver con la alimentación y medicamentos vendidos en EEUU.

Y para terminar sin perder las buenas costumbres, un poco de música (menos de 4 minutos). El Vals de la suite Masquerade de Katchaturian por la Orquesta de la Scala dirigida por Daniel Harding.

(*) Este post está inspirado en una reciente charla online de la American Chemical Society, impartida por Deborah Blum, una prestigiosa periodista científica americana que me indujo a leer su libro, publicado en en 2019 y titulado The Poison Squad, sobre la vida de Harvey Wiley.

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miércoles, 28 de febrero de 2024

Dioxinas y fuego


En esta fecha, hace 18 añitos de nada, empecé a escribir este Blog. Ahora que ya es mayor de edad va siendo tiempo de hacer quizás algunos cambios. Los tengo en la cabeza pero creo que van a tener que esperar un poco más. Así que todo se va a quedar en felicitarme a mi mismo por el empeño de llegar hasta aquí y celebrar este cumpleaños haciendo lo mismo que en los anteriores. Escribiendo una entrada. Y, para ello, voy a aprovechar algo del material que, la pasada semana, mostré en una charla que impartí en ese magnífico escenario que es el TOPIC (Museo y Centro Internacional de la Marioneta de Tolosa) para los amigos del Beti Ikasten Elkartea.Y que, a pesar de hablar del fuego, no tuvo nada que ver con el tremendo incendio de Valencia.

Las dioxinas, una extensa familia de sustancias químicas, fueron alarmando progresivamente a la población a partir de finales de los cincuenta, con casos como el edema de los pollos en USA, las consecuencias de la deforestación de amplias zonas de Vietnam, Laos y Camboya con el agente naranja usado por los americanos en la guerra de Vietnam o el desastre de Seveso (más detalles de todo ello aquí).

En todos esos incidentes, las dioxinas causantes de los problemas se originaron como subproductos no intencionados e inadvertidos durante las reacciones de obtención de ciertos productos químicos comerciales, especialmente compuestos con cloro. Porque, en realidad, la industria química nunca ha producido comercialmente dioxinas.

Un giro en el entendimiento del complicado origen de las dioxinas se produjo en 1977, cuando un artículo científico de investigadores holandeses hizo notar que las dioxinas estaban presentes en las cenizas que desprendían tres incineradoras de su país.  Tres años después, en 1980, un grupo de investigación americano perteneciente a la empresa DOW, en Michigan, dirigido por Robert Bumb, mostró que las dioxinas estaban presentes en las partículas que se generan durante la combustión de la mayoría de lo que los químicos llamamos sustancias orgánicas (que contienen carbono), lo que hace que se emitan dioxinas en cualquier incendio (natural o provocado), entre los que se incluyen la combustión de residuos municipales y la de residuos químicos.

Este fue un descubrimiento importante. Ya no se podía culpar de la presencia de dioxinas en el ambiente ÚNICAMENTE a subproductos derivados de los procesos de la industria química. De hecho,  el propio Bumb, antes de que se publicara el artículo arriba mencionado, ya había declarado a la revista Chemical Engineering and News que "Ahora creemos que las dioxinas han estado con nosotros desde el advenimiento del fuego. Lo único que es diferente es nuestra nueva capacidad para detectarlas en el medio ambiente”.

Pero esa tesis que ligaba las dioxinas al fuego, desde épocas pretéritas, fue refutada en 1990 por un estudio de Ronald Hites de la Universidad de Indiana, tras estudiar las concentraciones de dioxinas (y de sus primos los furanos) en las capas acumuladas de sedimentos en una serie de lagos americanos. Ello le permitió reconstruir las concentraciones de esos mismos compuestos en la atmósfera desde la que se habían depositado esos sedimentos. Observando que era solo a partir de la década de los años 30 (ver la gráfica), cuando las concentraciones de esas sustancias comenzaron a aumentar, alcanzando un máximo alrededor de 1970, tras lo que empezaron a disminuir. Indicando que los niveles atmosféricos de dioxinas y furanos habían evolucionado de manera similar.


¿Qué pasó alrededor de 1935 para que iniciara ese crecimiento en la concentración de dioxinas en el ambiente?. Estaba claro que algo más que el fuego tenía que ser ya que la combustión de carbón, que se inició con la Revolución Industrial bastantes decenios antes, no podía explicar el registro histórico observado. La quema de carbón fue casi constante entre 1910 y 1980, sin que hubiera un cambio importante ni en la cantidad quemada ni en la tecnología de combustión durante los años 30.

En el artículo, el autor sugería que fue un cambio en la industria química lo que tuvo lugar aproximadamente en este momento. Antes de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la industria química producía y vendía grandes cantidades de productos inorgánicos, generalmente sales, que no contenían carbono y que, por tanto, era difícil que generaran dioxinas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, se introdujeron muchos productos orgánicos (con carbono). Además, algunos de ellos, contenían adicionalmente átomos de cloro, como el PVC, un plástico que contiene cloro en su molécula. U otros productos que también lo contienen, como los insecticidas o herbicidas o los PCBs (hoy ya prohibidos). A medida que se quemaban materiales de desecho que contenían estos productos químicos con carbono y cloro en sus moléculas, se producían dioxinas que se liberaban a la atmósfera. Desde ella, estos compuestos se depositaban en el agua o en el suelo y terminaban, en el caso de los lagos, en los sedimentos que el artículo investigó.

El máximo a mediados de los setenta coincide con el inicio de la preocupación en Europa y USA, tras los sucesivos accidentes en los que dioxinas estaban presentes. Ya en los principios de los 80 ese grado de preocupación había tenido como consecuencia no solo restricciones en procesos capaces de generar compuestos similares a las dioxinas, sino en la realización de inventarios de posibles fuentes de esos compuestos. Para principios de los noventa, muchos países tenían legislaciones mucho más estrictas en lo relativo a emisiones de dioxinas y furanos en las incineradoras de residuos urbanos y en industrias que, como las acerías, la industria química o las papeleras, eran fuentes importantes de estos compuestos.

Hoy en día, como dice un amigo que sabe de esto, las incineradoras han dejado de ser emisoras netas de dioxinas para convertirse, por tanto, en sumideros que las eliminan. El principal cambio tecnológico fue calentar a temperaturas superiores a 850 ºC, durante unos pocos segundos, los gases producidos en la combustión antes de emitirlos al medio ambiente, destruyendo como consecuencia de ello las dioxinas producidas.

Con estos cambios, mientras que en los años 80 las emisiones de dioxinas procedentes de incineradoras americanas suponían más del 80% del total, ahora no llegan al 4%. Y algo similar pasa con las industrias sujetas a regulación. De hecho, en USA, el primer emisor de dioxinas (casi el 33%) son actualmente las fogatas y hogueras hechas en los jardines y huertas de las casas individuales.

Paralelamente, diversos estudios realizados sobre la carga de dioxinas en humanos, provenientes sobre todo del consumo de pescado, carne, huevos o leche, han ido descendiendo progresivamente, aunque debemos seguir insistiendo en medidas que rebajen aún más esa exposición. Un buen ejemplo de lo conseguido en años reciente es este artículo que estudió, entre 1972 y 2011, la evolución del contenido en dioxinas de la leche materna de lactantes suecas.

Y hablando de fuego y para celebrar el cumple, un extracto de 3 minutos del Pájaro de Fuego de Igor Stravinsky, con la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Kirill Petrenko.

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martes, 13 de febrero de 2024

Más plásticos que peces


Tiempo habrá para utilizar la abundante documentación que he almacenado en una carpeta sobre el asunto de la granza gallega, de lo que escribí hace poco. Vamos a dejar pasar las elecciones en ese territorio y veremos si me da por volver sobre el tema. Pero sin hacer referencia concreta al desgraciado incidente del contenedor, voy a utilizar como excusa para la entrada de hoy un artículo que publicó un periódico que se vende en mi pueblo. Decía su contundente titular “En 2050 habrá más plásticos que peces en el mar”. Su autora repite la misma frase en el primer párrafo del artículo, pero ahí se acaba todo. Ni una sola referencia que justifique la afirmación. El resto del artículo, en su mayor parte, da pábulo a un portavoz de Greenpeace en Galicia que, aprovechando que parte de la granza acabó en su tierra, nos sermonea con su conocido mantra sobre los microplásticos y sus males.

En el año 2016, la Fundación Ellen MacArthur publicó un extenso informe titulado “The New Plastics Economy. Rethinking the future of plastics”. La mencionada Fundación tiene entre sus objetivos el estudio de la llamada Economía Circular, como estrategia para abordar problemas como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o el problema de los microplásticos. En un corto párrafo de la página 17, el informe dice que “Las mejores investigaciones disponibles en la actualidad estiman que hay más de 150 millones de toneladas de plásticos en el océano hoy en día. En un escenario sin cambios, se espera que el océano contenga 1 tonelada de plástico por cada 3 toneladas de pescado en 2025 y, en 2050, mas plásticos que peces (en peso)”.

Me vais a dejar que, al hilo del asunto que nos ocupa, os cuente una interesante historia sobre plásticos y peces. Que tiene que ver con la expedición Malaspina, llevada a cabo durante 2011 y 2012 por dos buques oceanográficos españoles (el Hespérides y el Sarmiento de Gamboa), que emularon otra expedición llevada a cabo por el italiano Alessandro Malaspina, al servicio de la Corona española, a finales del siglo XVIII. Aunque, esta vez, los objetivos de la nueva Malaspina eran puramente científicos. Entre ellos evaluar la cantidad total de peces en el mar o, también, la cantidad de plástico que había flotando en la superficie de los océanos.

Empecemos por los peces. O, más específicamente, por la biomasa de peces existente en los océanos. La Fundación Ellen MacArthur, en 2016, hablaba de que los océanos contenían unos 900 millones de toneladas de peces, citando un único artículo de 2008 (aunque el informe hable de las mejores investigaciones disponibles, en plural). Esos números han sido posteriormente (2015) puestos en duda por el propio primer autor del artículo en cuestión, confirmando lo que otros autores ya habían venido publicando entre ambas fechas, gracias al empleo de nuevas técnicas (observaciones acústicas) en la evaluación de la biomasa global de peces.

Entre esos nuevos resultados estaban precisamente los de la expedición Malaspina, publicados en 2014 en Nature, y que concluían que la biomasa total de peces existente en los océanos podía ser entre 10 y 30 veces más grande que las novecientas mil toneladas que evaluó el artículo de 2008 arriba mencionado y que usó la Fundación Ellen MacArthur.

En un artículo (os pongo enlace pero es de pago) publicado en El País, con ocasión del trabajo publicado en Nature arriba mencionado, el prestigioso oceanógrafo Carlos Duarte (uno de los firmantes del mismo) hablaba de la gran cantidad de especies existentes en las zonas mesopelágicas (entre 300 y 700 metros de profundidad) de los océanos, como los peces linterna (Myctophidae) o los peces luciérnaga (Cyclothone): “Se pensaba que las aguas, a esas profundidades, son prácticamente un desierto y no es así. Lo que pasa es que la vida se esconde en ellas de día, porque aproximadamente una tercera parte de esos peces ascienden de noche a alimentarse a la zona superficial del agua”.

Así que hay muchos más peces que los que se creía. Y probablemente haya muchísimos más. El mismo artículo de El País se hacía eco de otro de los resultados sorprendentes de la Malaspina, que tenía que ver con los plásticos. Aunque era cierto que habían encontrado mucho residuo plástico en la zona superficial del océano (casi todo en forma de Microplásticos, acumulados especialmente en los giros oceánicos que dan lugar a las llamadas “islas de basura”), los investigadores calcularon que los océanos acumulaban en su superficie entre 7.000 y 35.000 toneladas de estos residuos, solo un 1% del plástico que se estimaba debía estar flotando en el mar.

Entre las diversas causas de esa aparente desaparición del plástico en el mar, el artículo lanzaba la hipótesis de que la biomasa pelágica arriba mencionada podía ser una de ellas. Esos peces suben de noche a la superficie, comen plástico que confunden con presas y vuelven a las profundidades donde, en su mayor parte, devuelven el plástico al mar en forma de heces. Una hipótesis que, desde entonces, nadie ha confirmado.

Si la Malaspina tuvo dificultades para evaluar la masa de plástico que flotaba en la superficie del mar, evaluar la masa perdida en la vasta extensión y profundidad de los océanos del mundo es casi una labor imposible. En su informe, la Fundación Ellen MacArthur empleó los datos de un único artículo de 2015 en la revista Science. Los autores, con los datos existentes hasta entonces, los extrapolaban hasta 2025. Suponiendo que la cantidad de plástico que va a entrar en el océano seguirá creciendo como hasta ahora (escenario business-as-usual), la Fundación realizó una ulterior extrapolación hasta 2050. Sin embargo, un artículo de 2021 que revisaba diversas estimaciones de la basura plástica que entró en los océanos hasta 2019, viene a mostrar que, aunque la producción de plástico sigue creciendo, la basura plástica que va al mar parece haberse estabilizado e incluso, en algunos ámbitos, está decreciendo.

Es decir, que la masa de plástico que habrá en 2050 tampoco está clara. En definitiva, el titular que usó el diario de mi pueblo, al igual que, ya en 2016, usaron otros medios y ONGs, no tiene unas sólidas raíces en cuanto a los datos se refiere. Unos y otras solo los usaron para titulares, desechando las 113 páginas restantes del informe de la Fundación Ellen MacArthur, dedicadas a analizar los problemas que las basuras plásticas plantean y a proponer muy diversas soluciones. Todo ello desde estrategias factibles, muchas de las cuales ya están en marcha en los países más ricos. Pero eso no vende. Son argumentos retardacionistas, un término en boga entre los activistas.

Como dice Hannah Ritchie, editora adjunta de Our World in Data y autora del reciente libro Not the end of the World (2024), que os recomiendo, “poco importa el que en 2050 haya mas plástico que peces o no. Sería también un problema el que hubiera la mitad, la cuarta parte o la décima de la biomasa de peces. La basura plástica es un problema a lo largo y ancho de los océanos del mundo y no hay necesidad de exagerarlo”. Lo importante es que el plástico no debe seguir entrando en el mar. Y hay que trabajar duro en ello.

Un poco de música para acabar: un extracto (3’) de La mer de Claude Debussy, de la mano de su tocayo Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín.

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lunes, 29 de enero de 2024

Cuarenta años de Macs

No lo puedo resistir. Aunque me saquen cantares mis amigos, colegas y antiguos estudiantes que conocen mis debilidades, mi Blog personal no puede dejar pasar un acontecimiento como el de esta pasada semana. A fin de cuentas, este Blog tiene dos misiones para mi. Una, motivarme a conocer bien los temas que me ocupan y preocupan para contarlos públicamente. Y dos, registrar muchas de las cosas que me ocurren en el día a día. Y, hace cuarenta años, el 24 de enero de 1984, llegaba al mercado el entonces denominado Macintosh, el primer ordenador comercial con ratón e interfaz gráfica y cuya imagen podéis ver arriba.

En sus tripas llevaba un microprocesador Motorola 68000 y en su salida en EEUU se vendía a la inalcanzable cifra de 2.500 dólares de la época, que ya es costar. Uno exactamente igual llegó a mi Facultad unos meses más tarde (aunque no puedo recordar la fecha), como ordenador a socializar entre todo su claustro, en virtud de un consorcio de Apple con Universidades europeas entre las que estaba la nuestra. Lo que ocurrió entre este vuestro Búho y aquel primer Mac fue amor a primera vista, que ha seguido hasta ahora (soy de naturaleza monógamo).

Con aquel Mac me acostumbré a usar dos aplicaciones que cambiaron la óptica de mis relaciones con los pocos ordenadores que hasta entonces había conocido o manejado: el MacPaint, que permitía "pintar" con el ratón, y el MacWrite, realmente el primer procesador de textos en el sentido de que lo que el usuario veía en la pantalla era igual a lo que aparecía después en la impresora. (WYSIWYG o "what you see is what you get" en jerga informática).

El Macintosh era sencillo de manejar y entender y, además, fácil de mover de un despacho o laboratorio a otro, porque tenía un asa para poder transportarlo con comodidad y, encima, pesaba poco. Más de una gresca tuvimos los jóvenes airados que éramos entonces los ya en su gran mayoría Profesores jubilados de hoy en día, por poder compartir a solas las delicias del invento.

En su día, hace muchos años, salvé de ir a la basura a un Mac Plus, la versión 3 del Macintosh original (del primero que nos llegó no sé que fue). Y ahí estuvo, en una estantería de mi despacho, entre los libros, durante años. No servía para nada porque ni siquiera arrancaba y el teclado (una pieza separada) había desaparecido. Era una mero objeto decorativo y un buen sostén para las filas de mis libros. Cuando me jubilé, consulté la posibilidad de llevármelo. Y me dijeron que, si no la hacía, iba a ir a la basura directamente, pues era tan antiguo que ni estaba inventariado por la UPV/EHU. Y ahí está, en la biblioteca de mi casa, aguantando ahora carpetas abultadas de las cosas que guardo para este Blog.

Quizás por la portabilidad de aquel Mac, los siguientes que fui comprando para uso privado han sido todos portátiles. Me gaste una pasta gansa en el PowerBook 140 del año 1991. Creo que no ha pagado tanto dinero ni por el último que me compré en 2014, un Mac Book Air de 11 pulgadas de pantalla, un tamaño que Apple nunca ha vuelto a ofrecer. Una joya, que he utilizado desde mi jubilación en decenas de charlas y que sigue funcionando perfectamente.

Por el camino han quedado cosas tan curiosas como el iBook, que cariñosamente conocíamos en casa como “la manzanita”, con el que inicié el siglo XXI. Entre los modelos que veis a la derecha, el mío era el de color azulado.

Luego, y antes del mencionado Mac Book de 11 pulgadas que sigo teniendo, cayó un Mac Book con carcasa de policarbonato de bisfenol A (un viejo conocido de este Blog).

Todo ello un poco a la contra de la tendencia general en la UPV/EHU que, enseguida, se desligó de los productos Apple y cayó en manos de los PCs y sus desesperantes sistemas operativos que, poco a poco, fueron controlando nuestras actividades administrativas y el manejo de los diferentes aparatos con los que íbamos equipando los laboratorios. Así que durante muchos años, y a diferencia de los usuarios de PCs, yo fui un usuario de ambas plataformas, conociendo las ventajas y las miserias de cada una de ellas.

Y ahora ya jubilado, creo que no sustituiré al viejo Mac Book Air de 11 pulgadas por otro portátil. Tengo desde hace un par de años un Mac de sobremesa, el iMac, mi actividad como charlista que usa su Mac portátil para las presentaciones va a ir bajando y estoy esperando a ver si, definitivamente, puedo considerar que los iPads hacen lo mismo que un buen portátil Mac. Hacer hacen ya casi todo pero, en mi percepción, ni todo ni de la misma manera.

Y en esta nueva semana en la que ando resucitando de un proceso viral, aquí os dejo un poco de música. De la segunda Sinfonía de Mahler (Resurrección), un extracto del Finale. En estas imágenes de archivo de una interpretación de 1973, recientemente restauradas, Leonard (Lenny) Bernstein dirige a la Orquesta Sinfónica de Londres con la soprano Sheila Armstrong, la mezzosoprano Janet Baker y el Coro del Festival de Edimburgo, en la Catedral de Ely en Cambridgeshire, Inglaterra.

Cojan la batuta y a dirigir.

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miércoles, 10 de enero de 2024

Granza en playas gallegas: una primera aproximación

Granza es la denominación en castellano de lo que los anglosajones (y ahora todo quisque en España) llaman pellets, esas pequeñas bolitas blanquecinas que están apareciendo en las costas gallegas desde finales del mes pasado y que han causado la natural alarma entre su población, tan dependiente del mar que le rodea. La inminencia de las elecciones en ese territorio ha hecho que el manejo de la crisis esté siendo un pequeño guirigay entre políticos de uno y otro signo, jaleados por los clásicos palmeros de los medios de comunicación afines. En esta entrada quiero contar, lo más resumidamente posible, una serie de cuestiones que me han ido planteando algunos amigos y que, yo mismo, he tenido que resolver ante la falta de transparencia de las instituciones a la hora de gestionar el problema. La evolución de los acontecimientos puede que me hagan cambiar algunas cosas en los próximos días.

La granza es la forma más habitual con la que los grandes fabricantes de diferentes tipos de plásticos venden el material a los llamados transformadores, las empresas que fabrican objetos de plástico en morfologías variadas (desde envases de todo tipo a filmes, desde tuberías a redes de pesca). Para ello, esos transformadores toman esa granza, la funden a temperatura más o menos elevada y tras introducir el fundido en moldes, los enfrían para recuperar el objeto en cuestión.

Dado que la producción mundial de plástico anda por encima de los 400 millones de toneladas anuales, es lógico que las granzas se distribuyan a lo largo y ancho del mundo por tierra, mar y aire. Así que, como en otras actividades globales, parece lógico que se produzcan accidentes como el que nos ocupa, aunque deberían minimizarse en lo posible (luego hablaremos sobre el asunto).

Como consecuencia de la pérdida de seis contenedores en medio de una tormenta por parte de un buque llamado Toconao, uno de los cuales iba lleno de bolsas de granza, algunos medios han hablado de que millones de partículas de granza se han diseminado por las costas portuguesas y españolas. Otros hablan de decenas de millones. En realidad, este vuestro Búho, mediante un cálculo sencillo, puede deciros que bastante más.

Un grano de granza, en promedio y sea del plástico que sea, puede pesar entre 20-25 miligramos. La naviera que ha causado el problema y la Xunta están hablando de unos 1000-1100 sacos de 25 kg cada uno, lo que cuadra con el hecho de que la carga máxima habitual de los contenedores anda en torno a las 30 toneladas. Así que, redondeando y tirando por alto, podemos estimar en 30.000 kilos (30 toneladas) la granza transportada por el contenedor que se fue al mar. Considerando de nuevo el escenario más desfavorable (que una granza pese 20 mg), unas simples cuentas proporcionan que el contenedor ha podido diseminar un total de mil quinientos millones de pequeñas bolitas.

Aunque, todo hay que decirlo, no todas han acabado vagando por el mar. Hoy (10 de enero) he oído en RNE al alcalde de Cedeira decir que, solo en su pueblo, se habían recuperado 65 sacos íntegros.

Debido al rifirrafe político (y quizás a que todo el mundo andaba de vacaciones), no ha estado muy clara la composición química de esa granza hasta ayer día 9 de enero, cuando se conoció un informe pedido por la Xunta. Poco antes, y aunque a simple vista las fotos parecían indicar que se trataba de granza de polietileno, responsables políticos hablaban de polietilen tereftalato (PET), la granza que se usa para fabricar botellas. Pero había un pequeño problema con esa atribución, el PET es más denso que el agua salada del mar y, por tanto, ni la granza individual ni los sacos de granza podían flotar, cosa que ocurre con el polietileno.

La nota arriba mencionada, haciendo uso de las fichas técnica y de seguridad que obran en poder de la Xunta, nos aclaraba que la composición de esa granza era un 88-90% de polietileno mientras que el 10-12% restante era de un aditivo usado para proteger al polietileno de los rayos UV, aditivo conocido como UV622, a base de un compuesto químico de la familia de los HALS (Hindered Amine Light Stabilizers o Estabilizantes de Luz de Aminas Impedidas), compuestos con una larga tradición como aditivos poliméricos.

Antes de hablar sobre la posible toxicidad de esa granza, voy a hacer una precisión técnica. Cuando un estabilizante a la luz se emplea, por ejemplo, en un polietileno que se vaya a usar en la cubierta de un invernadero para proteger al plástico de los rayos del sol, la concentración de ese estabilizante en el filme no suele sobrepasar el 2%. Así que es razonable plantearse por qué, en la granza que nos ocupa, su concentración llega hasta al 10%. Pues probablemente (pero no tengo información para afirmarlo tajantemente) porque esa granza es lo que técnicamente se denomina un masterbatch. Muchas veces, los fabricantes de plástico venden mezclas de sus productos con aditivos como colorantes, protectores a la llama o estabilizantes a la luz (como es aquí el caso), en concentraciones relativamente elevadas. Luego, el transformador lo mezcla con más polímero virgen para conseguir los colores o las concentraciones que desee para su producto final.

Introducido el matiz anterior hay que decir que el polietileno es un plástico inerte que llevamos usando para todo tipo de usos y no hay muchas dudas sobre su posible seguridad. En cuanto al aditivo es, como ya he mencionado, conocido desde hace tiempo y, por el momento, no se han reportado estudios significativos sobre su toxicidad. Tiene además la peculiaridad de tener un peso molecular elevado (3000), lo que dificulta su migración desde el interior del plástico que lo contiene. Esto puede tener la ventaja de que tarde en migrar de la granza al agua, en la que además es muy poco soluble (del orden del miligramo por litro). Una descripción detallada de su toxicidad puede verse en esta hoja de seguridad, aunque fijándose en el producto cuya etiqueta CAS es 65447-77-0.

Hay una cuestión un tanto chusca que no me puedo resistir a comentar. En el informe publicado por la Xunta, al que hacía arriba referencia, el especialista firmante, en una corta línea, decía que la granza vertida era apta para uso alimentario a lo que, nada menos que el Secretario de Estado de Medio Ambiente, respondió diciendo que “El plástico no es comestible”. Y en las redes hubo gente que se sumó a ignorancia tan palmaria haciendo chistes sobre la posibilidad de hacer tortillas de granza.

Un plástico para uso alimentario es el que se puede poner en contacto con alimentos sin inconvenientes para la salud humana. En ese sentido, llevamos usando polietileno en forma de los famosos tupperwares desde hace 70 años y ya hemos mencionado que el aditivo HALS que lleva esa granza es de peso molecular alto lo que dificulta su migración. Además, el experto no hace sino recoger lo que dicen fichas técnicas como esta, en la que se dice que “las legislaciones de algunos países permite su uso como aditivo en envases de plástico para uso alimentario”. En cualquier caso, y por lo explicado arriba, no creo que esa granza iba destinada a la fabricación de recipientes o filmes para uso alimentario.

Como ocurre con cualquier vertido, lo importante es que no tendría que estar ahí y, por tanto, hay que hacer todo lo posible por revertir la situación a su estado previo. Aparte del impacto visual en las maravillosas playas gallegas, la fauna marina, peces y aves, pueden ingerir esa granza confundiéndola con posibles presas, lo que puede obstruir sus conductos gastrointestinales y causarles problemas de todo tipo, incluida la muerte, si no los logran expulsar, aunque la bibliografía es bastante clara en el sentido de que la mayoría de lo que ingieren se expulsa con las heces. Y, a pesar de lo que se dice en redes y en medios de comunicación, es difícil que una de esas granzas acabe en nosotros por comer pescado que lo contenga. Una de las labores de nuestros eficientes pescateros es eviscerar el pescado antes de venderlo.

En redes sociales y medios de comunicación se están comparando los vertidos de este contenedor con el del Prestige en 2002, hablándose ahora de marea blanca. La comparación no se sustenta en los datos que hasta ahora conocemos. En el desastre del Prestige se vertieron en torno a 70.000 toneladas de petróleo crudo, una compleja mezcla de hidrocarburos aromáticos, alifáticos y asfaltenos. Algunos volátiles y otros muy viscosos en los que los animales resultaban atrapados. Y muchos de ellos tóxicos o altamente tóxicos (como los hidrocarburos aromáticos) para la fauna marina e incluso para los humanos (las afecciones entre las brigadas de limpieza están bien documentadas). Aquí estamos hablando de menos de 30 toneladas de un material cuya composición química es muy concreta y poco peligrosa, como hemos mencionado arriba, por lo que es difícil que afecten a los que ahora se están empeñando en su recogida.

A pesar de lo que ayer decía en El País un activista medioambiental sobre que la granza “se transporta como si fuera arroz” y que ese transporte no está regulado, lo cierto es que el problema de los vertidos de granza en el mar es algo que preocupa a las Instituciones desde finales de los 60 cuando, en las playas americanas, la granza empezó a hacer su irrupción. Incluida desde 2004 en el término general de Microplásticos, lo cierto es que su contribución a la basura marina así denominada es actualmente un porcentaje muy pequeño, que no llega al 1%.

La aparición de granza estuvo en los orígenes de lo que hoy se conoce como Convención OSPAR, un mecanismo por el que 15 gobiernos y la UE cooperan para proteger el medio marino en el entorno del Atlántico nororiental. OSPAR comenzó en 1972 con la Convención de Oslo contra vertidos por parte de las flotas y se amplió para abarcar las fuentes terrestres de contaminación marina mediante el Convenio de París de 1974. Estos dos convenios fueron unificados, actualizados y ampliados por la Convención OSPAR de 1992.

Entre los objetivos de la OSPAR está el conseguir que sus medidas hagan que, en el plazo más breve posible, solo el 10% de los fúlmares del Norte o petreles (un pájaro usado como “chivato” de la contaminación en ese área geográfica) tengan en su tracto gastrointestinal más de 100 miligramos de microplásticos de todo tipo (incluida la granza) por individuo. Un reciente artículo (2021) estimaba que ahora debemos andar por un 50% de los petreles superando esos 100 miligramos, con un contenido medio de 260 miligramos por pájaro, pero los datos evidencian un progresivo descenso de ese porcentaje de fúlmares con microplásticos.

Por otro lado, este pasado octubre, la Comisión Europea presentó una propuesta para prevenir los vertidos de granza plástica, como forma de reducir la contaminación general de microplásticos.

Y creo que, por ahora, no me he dejado nada de las cosas que he ido acumulando y os quería contar. Como os decía arriba, quizás lo vaya actualizando con las noticias que se produzcan y, siempre que sea capaz de hacerlo, estaré encantado de contestar a vuestras preguntas, si me las dejáis en los comentarios.

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